El final de la II
Guerra Mundial y la forma en que se produjo no supuso para Alemania un trauma,
sino mucho más, la sustitución de una civilización por otra totalmente
distinta. Esa sustitución no fue igual en Occidente que en Oriente. Mientras las
potencias ganadoras que ocuparon el occidente del territorio desarrollaron los
valores originales que las movían a ellas, lo que posibilitó una Alemania cuyo
signo distintivo era la libertad individual, en el oriente del territorio
sucedió al totalitarismo nazi el totalitarismo soviético. Los alemanes
orientales, pues, debieron soportar el totalitarismo nazi y sus consecuencias y
el posterior totalitarismo soviético y la división del país, y todo bajo el
peso abrumador de un pasado aborrecible.
Si la Historia de Alemania es, en cierta manera, la mejor
muestra de la Historia Contemporánea, Berlín es el mejor ejemplo de la Historia
de Alemania. Fue capital de un Estado totalitario que pretendió ocupar el
mundo, fue destruida por completo y fue dividida en dos partes separadas por un
muro.
Que
toda acción provoca una reacción igual y de sentido contrario es una Ley de la
Física, pero bien podía ser entendida de una forma universal. Pocos lugares del
mundo ha habido en los últimos tiempos más sometidos a la acción de ausencia de
libertad que Berlín y, en consecuencia, pocos lugares hay ahora donde más y
mejor luzca esa libertad.
Las
calles de Berlín son uno de los mayores ejemplos actuales de la variedad y de
la tolerancia. Ni las razas, ni el lugar de nacimiento, ni la religión, ni el
idioma, ni la identidad sexual, ni el estatus social, y mucho menos las
costumbres o la forma de mostrarte ante los demás, suponen gran cosa aparte de
lo esencial, que es ser un miembro más de la sociedad. Y especialmente supone poco
entre los jóvenes.
En
ningún sitio es oro todo lo que reluce, y tampoco lo es allí, pero allí luce
como en pocas partes el aprecio del ser humano por lo que es y el respeto que todo
el mundo le tiene a la forma de ser de los demás. A esa consideración ayuda,
obviamente, el carácter social del Estado y que los gobernantes dejen aparte
las cuestiones territoriales o partidistas y sean capaces de ponerse de acuerdo
sobre lo fundamental. Y, en el caso de Berlín, ayuda, también, el aprecio que el
ciudadano se tiene a sí mismo.
En
pocos sitios hay más carriles bici, en pocos hay más transporte público y en
pocos hay menos tráfico de vehículos. Y en pocos lugares del mundo hay más
parques y más zonas para el disfrute de la ciudad. Uno de los últimos ejemplos
está en el parque que se ha abierto donde hasta hace unos cuantos años estaba
el aeropuerto de Tempelhof, un espacio enorme en pleno centro de la urbe que en
otros lugares habría sido destinado inmediatamente a la construcción de bloques
de pisos.
Las
calles de Berlín están llenas de gente. De berlineses, que están viendo cómo
sube el precio de los apartamentos por la demanda de la inversión extranjera; de
turistas, por supuesto, que miran asombrados los monumentos reconstruidos y los
lugares de la geografía del horror, y de un número considerable de seres simplemente
libres, esencialmente jóvenes, que han llegado a la ciudad atraídos por su
ambiente cosmopolita y libertario.
He
oído varias veces en Berlín una cita de su alcalde: “Berlín es pobre, pero sexy”.
Al volver, he leído que el Ayuntamiento está endeudado hasta las cejas. No sé
qué grado de satisfacción tienen los berlineses de su alcalde. A juzgar por lo que
he visto, sí diría que tienen en alta estima a su ciudad y se tienen en alta
estima a sí mismos.