miércoles, 7 de mayo de 2014

Las calles de Berlín





          El final de la II Guerra Mundial y la forma en que se produjo no supuso para Alemania un trauma, sino mucho más, la sustitución de una civilización por otra totalmente distinta. Esa sustitución no fue igual en Occidente que en Oriente. Mientras las potencias ganadoras que ocuparon el occidente del territorio desarrollaron los valores originales que las movían a ellas, lo que posibilitó una Alemania cuyo signo distintivo era la libertad individual, en el oriente del territorio sucedió al totalitarismo nazi el totalitarismo soviético. Los alemanes orientales, pues, debieron soportar el totalitarismo nazi y sus consecuencias y el posterior totalitarismo soviético y la división del país, y todo bajo el peso abrumador de un pasado aborrecible.



            Si la Historia de Alemania es, en cierta manera, la mejor muestra de la Historia Contemporánea, Berlín es el mejor ejemplo de la Historia de Alemania. Fue capital de un Estado totalitario que pretendió ocupar el mundo, fue destruida por completo y fue dividida en dos partes separadas por un muro.
 Que toda acción provoca una reacción igual y de sentido contrario es una Ley de la Física, pero bien podía ser entendida de una forma universal. Pocos lugares del mundo ha habido en los últimos tiempos más sometidos a la acción de ausencia de libertad que Berlín y, en consecuencia, pocos lugares hay ahora donde más y mejor luzca esa libertad. 
 Las calles de Berlín son uno de los mayores ejemplos actuales de la variedad y de la tolerancia. Ni las razas, ni el lugar de nacimiento, ni la religión, ni el idioma, ni la identidad sexual, ni el estatus social, y mucho menos las costumbres o la forma de mostrarte ante los demás, suponen gran cosa aparte de lo esencial, que es ser un miembro más de la sociedad. Y especialmente supone poco entre los jóvenes.
 En ningún sitio es oro todo lo que reluce, y tampoco lo es allí, pero allí luce como en pocas partes el aprecio del ser humano por lo que es y el respeto que todo el mundo le tiene a la forma de ser de los demás. A esa consideración ayuda, obviamente, el carácter social del Estado y que los gobernantes dejen aparte las cuestiones territoriales o partidistas y sean capaces de ponerse de acuerdo sobre lo fundamental. Y, en el caso de Berlín, ayuda, también, el aprecio que el ciudadano se tiene a sí mismo.

En pocos sitios hay más carriles bici, en pocos hay más transporte público y en pocos hay menos tráfico de vehículos. Y en pocos lugares del mundo hay más parques y más zonas para el disfrute de la ciudad. Uno de los últimos ejemplos está en el parque que se ha abierto donde hasta hace unos cuantos años estaba el aeropuerto de Tempelhof, un espacio enorme en pleno centro de la urbe que en otros lugares habría sido destinado inmediatamente a la construcción de bloques de pisos.

Las calles de Berlín están llenas de gente. De berlineses, que están viendo cómo sube el precio de los apartamentos por la demanda de la inversión extranjera; de turistas, por supuesto, que miran asombrados los monumentos reconstruidos y los lugares de la geografía del horror, y de un número considerable de seres simplemente libres, esencialmente jóvenes, que han llegado a la ciudad atraídos por su ambiente cosmopolita y libertario.


He oído varias veces en Berlín una cita de su alcalde: “Berlín es pobre, pero sexy”. Al volver, he leído que el Ayuntamiento está endeudado hasta las cejas. No sé qué grado de satisfacción tienen los berlineses de su alcalde. A juzgar por lo que he visto, sí diría que tienen en alta estima a su ciudad y se tienen en alta estima a sí mismos.