lunes, 19 de mayo de 2014

El desperdicio








             Mis padres me enseñaron que no había que dejarse comida en el plato. “Acuérdate de los que no tienen qué comer”, me decían. No pretendían con ello que acumulara reservas en forma de grasa para tiempos peores, sino inculcarme la idea de que todo desperdicio es inhumano y obsceno. En aquella época no había envases o había que devolverlos si querías que te dieran otro lleno, y todo alimento que no se podía guardar en el cajón de la mesa camilla, sobre el brasero de picón, se reciclaba en forma de alimentos para el gato, para las gallinas o para el cerdo que se criaba en el huerto.

            La forma de vida moderna ha impuesto la comida preparada o a medio preparar y con ella los envases y la caducidad de los alimentos, lo que es tanto como decir que ha originado el derroche de envases que se mandan a la basura y de alimentos que se tiran sin saber si están buenos o no, solo porque han sobrepasado una fecha de referencia. Afortunadamente, ya son muchos los que reciclan los envases y la crisis económica (y con ella la actuación de algunas ONGs) ha puesto de relieve el enorme despropósito ético y el sinsentido económico que siempre supone desprenderse de alimentos en buenas condiciones (ya es normal que los restaurantes te den un recipiente con la comida que te ha sobrado), pero especialmente cuando hay personas que están pasando hambre.
            El desperdicio es antinatural (la Naturaleza lo aprovecha todo) y sangrante en todo caso, pero lo es mucho más cuando viene de la Administración Pública. Lo es porque la Administración se financia con dinero de los contribuyentes (y contribuyentes somos todos) y porque lo que se desperdicia se podía destinar a otros fines. Cuando un gestor público se dispusiera a gastar, debería haber dos personas a su lado, y que una le dijera: “Acuérdate de los que han pagado estos dineros”. Y que le dijera la otra: “Acuérdate de los que no tienen qué comer”.

            El desperdicio es antinatural y sangrante aunque los impuestos sean muy progresivos, esto es, aunque pague mucho más el que más tiene, pero lo es especialmente en ámbitos en los que no lo son. Y en el ámbito local los impuestos son poco progresivos o no lo son. Así, el Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI), que es el más importante, lo paga el que tiene una vivienda (en rústica, los pagos son muy bajos). Y si bien es cierto que normalmente se paga más por la vivienda más cara, también lo es que hay gente humilde con viviendas heredadas o antiguas que tributan mucho aunque sus propiedades no sean necesariamente mejores que otras, y es cierto que nadie puede prescindir de una vivienda, que en España suele disfrutarse a título de propiedad. De hecho, a pesar de la crisis, el IBI es el único impuesto que ha mantenido la recaudación, aunque de la crisis han salido más perjudicados los más humildes. Es decir, que los parados han seguido pagando el mismo IBI que antes o más, como lo han seguido pagando los poderosos.
            Si está mal desperdiciar el dinero cuando viene más de los que más tienen, peor está desperdiciarlo cuando viene de la sociedad sin hacer distinciones. Si para desperdiciar el dinero es siempre mejor dejarlo en manos de quien lo tenía, aunque sea rico (ni siquiera los ladrones románticos robaban a los ricos para quemar el dinero), con mucha más razón es mejor dejarlo en manos de la sociedad cuando se extrae de ella sin hacer distingos, como suele ocurrir cuando se trata de la sociedad local. Lo fetén y lo progresista es dejar que sean los ciudadanos, ya sean ricos o pobres, los que decidan qué hacer con el dinero que la Administración tira por la alcantarilla. Y he dicho bien: no es lo liberal (que también), sino lo progresista. O lo que es lo mismo, es más de derechas y más de izquierdas y mucho mejor rebajar los impuestos que cobrar impuestos para gastárselos en humo, porque los ciudadanos sí saben en qué emplear ese dinero.
             Viene esto a cuento porque el domingo pasado anduvimos por los alrededores de la ermita de la Virgen de la Antigua y vimos un observatorio de aves cerca del embalse que algunos planos llaman de Galapagar, junto a la Fuente de la Zarza, y un parque periurbano abandonados, como lo están otros muchos observatorios, parques, centros de visitantes, aulas de la naturaleza, albergues y otros terrenos, edificios e instalaciones semejantes o parecidos (y no tan parecidos) que han surgido por nuestra comarca en los últimos tiempos y ahora están sometidos al plan último de la Naturaleza, que consiste en devolverlo todo a su estado original.


            El que muchas de esas inversiones no se hayan realizado totalmente con dinero de los vecinos, sino con otro que ha venido de lejos, o incluso de muy lejos, no justifica en absoluto su ejecución, porque ese dinero se podía haber destinado a fines de más provecho y porque, antes que tirarlo, se podía haber quedado allí donde se ha generado, aunque ese territorio este habitado por personas más ricas que nosotros. ¿Daríamos nosotros dinero para causas supuestamente loables de gente más necesitada a sabiendas de que no va a servir para nada?
              Y tirar el dinero es incumplir los fines para los que esos edificios e instalaciones fueron construidos, aunque mientras se construían dieran trabajo. Un edificio o una instalación no se justifica por los jornales que da mientras se está construyendo, porque siempre hay una alternativa viable. Hay que pensar para qué se quiere y planificar una gestión, y hay que suponer que mantenerlo costará dinero, un dinero que han de pagar luego los vecinos. Si no se sabe qué va a ser de un edificio en el futuro, es mejor no hacerlo, por una cuestión práctica y porque el derroche resulta obsceno. Resulta obsceno hasta cuando viene de los ricos, cuanto y más cuando viene de los pobres.

            En fin, que se me ha ido el santo al cielo cuando me he acordado del observatorio de aves y el parque periurbano llenos de matojos, pero se me podía haber ido con muchos otros sitios, así que no quiero cargar las tintas con ninguno de ellos en particular. Fuimos a la ermita de la Virgen de la Antigua y caminamos por sus alrededores, en los que alterna la dehesa con los terrenos desarbolados. El día empezó gris y fresco, pero luego fue tomando temperatura y la mañana acabó casi limpia y un punto calurosa. En días así, a los caminantes les es grato hablar mucho, tomarse una cerveza al terminar y volver pronto a su casa.