sábado, 19 de abril de 2025

El cementerio de Traslarena

La playa de las Teresitas, en San Andrés, es la única de arenas blancas de Tenerife (islas Canarias, España), que fueron traídas desde el Sahara con escorpiones incluidos, según nos dijo ahora no recuerdo qué guía. La playa, que está protegida por dos espigones y un gran rompeolas, tiene una rocambolesca historia de corrupción detrás y, para lo que interesa a esta historia, conserva un pequeño cementerio, el de Traslarena, que es un símbolo de la lucha vecinal contra el desarrollismo turístico y podría ser, en aquel territorio de solaz y diversión, como un grano inmundo en el cuerpo de un bañista joven y hermoso, pero no, no lo es, sino al contrario.

El cementerio, de unos sesenta metros de largo por unos cuarenta de ancho, tiene una tapia baja que permite observar su interior, de modo que a cualquiera que pase por allí le es permitido ver que las tumbas son pequeñas y casi iguales, de muertos de una comunidad humilde, y que sus lápidas y sus cruces de mármol blanco o hierro oxidado forman hileras contrahechas, en un terreno de color ceniciento en el que hay unos cuantos árboles, unos cuantos arbustos verdes, redondeados, y algunas briznas de hierba seca.

Junto a la tapia que da al noreste, el cementerio tiene una capilla rodeada de vallas amarillas que protegen a los visitantes de lo que pueda caerles encima, porque la capilla está en ruinas, y tiene, también, un gran cartel publicitario, que aunque esté apoyado fuera, da directamente al cementerio, como si estuviera vendiendo su producto a los muertos o como si –mejor– le estuviera recordando a los muertos que pueden levantarse cuando quieran e ir a tomarse un «arrossito melosso» a El Caracol Beach Club nº 8, el último, que solo está a un kilómetro y tiene aparcamiento libre.



No sé lo vivos que ven el cartel por encima de la tapia, pero los muertos, por lo que he podido comprobar, no le hacen mucho caso al anuncio. Los muertos prefieren el descanso, como esos turistas extranjeros que se tumban al sol en la playa que está al lado y dejan hacer al tiempo. Que no sean ellos, sino el tiempo el que trabaje moviendo lentamente al sol, moviendo algo más perceptiblemente el mar para que levante olas pequeñas, moviendo el aire hasta que se convierta en brisa y desmoronando mucho más perezosamente las piedras, las del cementerio incluidas.

Aquí, los muertos y los vivos más listos tienen los mismos intereses y, bien pensado, estos vivos que veo a mi derecha no actúan muy diferentemente de los muertos que tengo a mi izquierda. Unos al sol y otros bajo tierra, eso sí, pero hermanados y a un paso, tanto en el espacio como en el tiempo.

Los vivos tienen que comer, arrossito melosso u otra cosa. Y que beber. Al menos los vivos como nosotros, que ni somos extranjeros ni tenemos demasiado interés en dejar hacer al tiempo, al menos hoy, al menos todavía. En la playa hay varios chiringuitos. Desde la mesa que ocupamos en uno de ellos, mientras tomamos un vermut o una cerveza bien fría, vemos el océano en movimiento leve, la playa con sus turistas al sol y el cementerio de Traslarena, con su anuncio y sus muertos.