El artista crea una obra y, luego,
el público la percibe y la adapta a él, y la completa con su propia forma de
entenderla.
Así que la relación es del
artista con su obra y de la obra con el público. No lo es, por tanto, del
artista con el público. Eso se ve claro cuando vemos las pinturas de Altamira,
o cuando leemos La Odisea, pero no se ve tan claro cuando conocemos al autor
y este nos explica la obra, nos la presenta una y mil veces por aquí y por
allá, habla de ella en la radio, en la tele, en los periódicos, habla de ella y
de él, a la vez, explicándonos el cómo y el porqué de ambos, ligando la obra a
sus propias emociones y a su manera de pensar. Entonces, el público puede
complementar la obra tanto con sus emociones como con lo que le llega
directamente del autor.
Y el autor puede ser una cosa
y su obra, otra. Una obra extraordinaria es producto de un genio extraordinario.
Y un genio extraordinario no tiene por qué ser una buena persona. Puede incluso
ser una mala persona.
No sabemos cómo fue Homero,
por ejemplo, ni siquiera si existió realmente. Quizá Homero fuera un asesino, o
un ser deleznable. Quizá lo fueran Mirón y Sófocles. Y el arquitecto del
Partenón, y los pintores de Altamira. Ni sabemos muy bien cómo fueron Cervantes
y Shakespeare.
Y no conocemos qué explicación
les dieron a sus obras. Sus obras están ahí y ya está porque son artistas del
pasado. Sus obras son independientes de ellos y no tienen de sus autores más
que las consecuencias de su genio creador. Sus obras son, en fin, la razón primera
y última. La única. Como debería ser siempre. Pues no corresponde al arte dar
respuestas, sino mover a la emoción y al pensamiento del observador, hacer
preguntas. Preguntas que tienen respuestas variadas o, dicho de otra forma, que
no tienen respuesta. O, en todo caso, que tienen respuestas personales, las que
cada uno les da cuando metaboliza la obra.
Si fueran obras del presente,
casi con toda seguridad tendrían sus creadores que buscarse financiación. Un
productor. Alguien que se jugara el dinero por ellos. Y entonces ese produdor les
pondrían condiciones relacionadas con la forma en que se amortiza la inversión.
Les diría cómo tendría que ser la obra, por ejemplo, para que contara con las bendiciones
del gran público. Y con total seguridad les diría que hicieran campañas de
promoción de la obra y de ellos mismos.
Al productor le vendría muy
bien que el artista ya fuera conocido. Es más, el productor probablemente no
habría apostado por un artista desconocido. O habría montado un concurso para dar
a conocer aún más a un artista conocido o, más raramente, para dar a conocer a
un artista desconocido.
Y el artista, por su parte,
habría hecho todo lo posible por dar a conocer su obra y por darse a conocer
él. Por vanidad y porque, aunque ya se ha dicho aquí que la obra es
independiente de su autor, al público no se lo parece así. El público tiende a
identificar al autor con su obra. Si una obra es genial, el artista parece
genial en todos los sentidos, no solo en el artístico. Ya no solo es un modelo
como artista, sino un referente como persona. Los publicistas del productor lo
saben y promocionan a la vez la obra y el artista, al que le buscan cantidad de
entrevistas personales en los medios y al que le reescriben su biografía para
hacerla más hermosa, más literaria, más emocionante. Más vendible.
Así que ya tenemos un artista
famoso y una obra que se vende, aunque no valga nada. Y tenemos un público que
confunde lo artístico con lo industrial y el arte con lo artesano (como el que
confunde La Liga con el deporte, por ejemplo), aborregado pero feliz.
El problema ahora es mantener
la fama de la persona que es el artista. La buena fama, claro. Es decir,
mantener al artista/la persona dentro de las corrientes de la moral dominante
en cada momento, que son las que dan fama y dinero. Y cuando digo corrientes de
la moral dominante hago más hincapié en lo de dominante que en lo de moral.
Para entendernos, en la moral de moda en ese espacio y en ese tiempo concreto.
En una moral pasajera que con el tiempo acaba siendo inmoral.
El caso es que, en nuestro
tiempo, el primero que cree que la valía de la obra depende más de la persona
que del artista es el artista mismo. Y como persona se muestra ante el público,
que ya es toda la sociedad. Y como persona opina públicamente. Opina de todo,
como un tertuliano cualquiera. O, mejor, como eso que ahora se llama un influencer.
Opina de lo de arriba y de lo de abajo. De lo a la izquierda y de lo a la
derecha. De lo de aquí y de lo del extranjero. Opina sabiendo mucho, sabiendo
poco y no sabiendo nada, absolutamente nada. No opina en un bar, donde a todos
se nos va la lengua y decimos algún disparate, sino en las múltiples
entrevistas con que los medios rellenan sus espacios de entretenimiento (no de
cultura) y, especialmente, en las redes sociales, que están abiertas a todos y no
tienen fronteras ni espaciales ni temporales. Opinan con el afán del que se
sube a un púlpito, como si estuvieran haciendo proselitismo, ante una masa fidelizada
y predispuesta a creerse todo lo que él le diga.
Aquí es donde tengo que
empezar a hablar de Emilia Pérez, película que vi hace unos días, y de Karla
Sofía Gascón, una de sus protagonistas. Como no entiendo mucho de cine, solo
voy a decir que Emilia Pérez me pareció una gran obra de arte. Porque es
hermosa y porque, como toda verdadera obra de arte, no plantea soluciones, sino
preguntas que se quedan dentro de uno removiendo su conciencia. Lo importante debería
ser eso, pero de lo que se habla ahora no es del contenido artístico de la
película, sino de que es candidata a 13 óscares y de que Netflix, la
distribuidora, ha dejado a Karla Sofía Gascón fuera de la campaña promocional,
en la que está invirtiendo varias decenas de millones de dólares.
En la película, Karla Sofía
Gascón es una actriz. La película no es un documental y ella interpreta un
personaje. Ella se ha atenido a lo que decía el guion y le ha ordenado el
director. Y ha debido hacerlo muy bien, porque así se ha reconocido por la crítica
y porque es candidata al óscar a mejor actriz principal, nada menos. No es
candidata al Nobel de la Paz, ni a ser canonizada, ni a los premios que anualmente
reparte la Semana Santa de Sevilla a una Obra Social.
Karla Sofía Gascón escribió en
una red social una serie de comentarios disparatados e insultantes sobre varios
colectivos marginados y ahora, cuando la película la ha hecho famosa y en plena
carrera por el óscar, alguien se ha acordado de ellos. Y el cielo ha caído sobre
su cabeza. Ella hizo los comentarios hace unos pocos años, cuando no era
famosa, y ha manifestado arrepentimiento, pero el monumental reproche no le ha
venido como persona, sino como persona y como actriz. Especialmente como
actriz. ¿O cómo debería entenderse, si no, la insensible forma en que ha sido apartada por
Netflix de la campaña de promoción, la negativa forma en que el director de la
película (que no su director espiritual) ha hablado de ella y la deshonrosa forma en que ha tenido que dejar de
asistir a la gala de los Goya, donde han ido sus compañeros del cine, sean buenas
o malas personas?
Si la película se hubiera
hecho y puesto a disposición del público y se hubiera dejado que el boca a boca
o los críticos hubieran hecho la promoción, nada de esto habría pasado. Pero detrás
de la película está la gloria de los premios y el dinero (y están los celos, la
vanidad y la envidia, todo hay que decirlo). Así que tiene que haber una
promoción colosal para convencer a los votantes y al público. Entrevistas y más
entrevistas. Reportajes y más reportajes. Al menos eso.
Ahora, Karla Sofía Gascón no
encaja con el glamur del decorado, hace feo en la foto. Puede ser una actriz
genial, sí, pero eso es lo de menos. Lo importante no es lo que hizo en la
película, sino lo que dijo en X (antes Twitter). Lo importante no es la actriz,
sino la persona. Aunque la persona haya perdido perdón.
Y cuando se da el premio a una
obra, lo esencial debería ser la obra, no lo que va anejo a la obra. Ni
siquiera si ese algo anejo es el autor. Premiar una obra solo porque el autor
es una buena persona me parece tan ajeno al sentido del arte como no premiarla porque el autor es una mala persona.
Si Karla Sofía Gascón no gana
el óscar, nunca se sabrá si fue porque no se lo merecía como persona o como
actriz. Lo que sí se sabrá, lo que se sabe ya, es que no encaja en ese mundo de
ficción que es la sociedad del cine.
Por cierto, creo que Karla
Sofía Gascón se ha dado cuenta de no puede decir barbaridades en una red social
sin que haya consecuencias y ha cerrado su cuenta de X.