martes, 6 de febrero de 2024

Jaboneros arriba

 

El arroyo Jaboneros es de corto recorrido y tiene una cuenca pequeña, pero yo lo he visto rugir iracundo al saltar por los azudes que escalonan el cauce, con el agua de muro a muro, y lo he visto correr durante varios meses seguidos, vivaracho y risueño, con las ínfulas de un pequeño río del norte. Lo he recordado mientras remontaba el cauce seco por el lado de Pedregalejo, tras partir a los pies de la pasarela peatonal de los Jabegotes, que une a ese barrio con el de El Palo.

Pedregalejo fue en sus orígenes un barrio de pescadores, y aún conserva un par de calles estrechas con sabor antiguo entre la calle Bolivia y el paseo marítimo, pero luego fue uno de los principales lugares donde se asentó la burguesía malagueña, de modo que ahora está formado en su mayoría por viviendas unifamiliares de gran porte que, desde la montañas que lo rodean por el norte, forman una mancha multicolor tachonada de verde por la multitud de jardines particulares.

La Mosca, en cambio, que me pilla más adelante, es un barrio popular, que se ha hecho a golpe de construir viviendas humildes junto al camino que discurría por el margen derecho del arroyo. Su caso es parecido al del barrio de Jarazmín, que se encuentra al pie de las montañas unos kilómetros hacia el este. Ambos barrios, junto a los antiguos de El Palo (más grande), las mencionadas dos calles de Pedregalejo y el barrio de La Araña (junto a la Cala del Moral), son como pequeñas islas de clases populares en el océano de clase media y alta que forma el enorme distrito de Málaga Este.


Mi ruta pasa bajo el descomunal viaducto de la autovía de circunvalación de Málaga y sigue arroyo arriba. Es un día de finales de enero y hace un sol desproporcionadamente radiante incluso para la soleada Málaga. Cruzo el arroyo por el pequeño puente de los Tres Ojos, sigo un trecho por el margen izquierdo, paso junto al lagar de los Tontos (así lo llama el mapa oficial) y viro al este para seguir el camino trazado sobre el gasoducto que va al Rincón de la Victoria, cuya pronunciada pendiente me obliga a pararme para recobrar la respiración un par de veces.

Por ese lado, la tierra se aprovecha de las umbrías del monte de San Antón y de las sombras de algunos árboles junto al agua subterránea de los arroyos secos para ofrecer algo de verdor, muy poco, entre el bosque bajo y el abundante matorral, en un paisaje sin hierba, como de pleno verano.

Al caminante que, como yo, se fija en las cosas del campo a la par que en lo que dicen los noticieros, lo que ve ya no le infunde preocupación, sino miedo. Y no por su futuro, sino por el que está dejando a sus hijos.

No sé las causas últimas de la sequedad que veo, pero veo las consecuencias, aquí y en las ciudades. Y veo que no se hace lo suficiente para enmendarlas, más allá de unas cuantas medidas de última hora que, como todo lo urgente, solo solucionan lo inmediato y acaban resultando chapuzas.

Por ejemplo, ahora nos estamos dando cuenta de que si no llueve no hay agua para la industria, la agricultura y la ganadería y, especialmente, de que no la hay para los grifos.


Los pacientes lectores de esta página ya conocen el poco aprecio que tengo por las fronteras, sean físicas o mentales, que los entendimientos más cerriles (que usualmente son los que mandan) acaban convirtiendo en trincheras. Consecuencia de ambas fronteras es la inexistencia de un plan que regule a nivel nacional todo lo relacionado con el agua. 

Un plan nacional/estatal que parta de la idea de que el agua es un bien muy escaso que no tiene dueño y puede aprovecharse infinitas veces.

No hay un plan porque cada pedacito de tierra y cada pedacito de ideología tienen el suyo, que es el mejor. Y con lo mejor no se juega. Y ante lo mejor, obviamente, no se cede. No se cede y así nos va, con tanto mejor esperando a ser puesto en práctica.

En fin, que cuando rodeo el monte San Antón, puedo ver el mar a lo lejos, hacia el sur. El mar no me abandonará mientras camino por la falda del monte, de la entrada este a la entrada oeste del parque forestal, por la senda que seguramente tiene las mejores vistas de la ciudad.

En la senda me paro varias veces y observo, extasiado, lo que se ve abajo, como debían observar los dioses a los humanos desde el monte Olimpo.

Por aquí hay más gente. Excursionistas, o incluso familias con niños, porque a este lugar se llega fácilmente desde los puntos más altos del barrio de Los Pinares de San Antón. Este barrio, por cierto, tiene algunas de las casas más lujosas de Málaga, todas con piscina, vistas al mar y mucha vegetación. Pero tiene la desventaja de lo empinado de sus calles y lo mal conectado que está a pie y en bus con los centros neurálgicos de la ciudad. Aquí hay que coger el coche para todo y quien, como yo, se aventure por sus calles de vez en cuando, debe caminar a veces por mitad de la calzada, porque las aceras son muy estrechas y están ocupadas por árboles y farolas.


Hace algunos meses, un taxista me dijo que hay gente mayor de Los Pinares de San Antón que está comprando pisos en Echevarría, una barriada de El Palo que linda con el arroyo Jaboneros, está muy cerca de la playa y cuenta con una extraordinaria oferta comercial y de restauración.  

A mí, que voy camino de ser una persona mayor, me gusta mucho ese barrio, que me parece tranquilo y cosmopolita a la vez. Por él camino al final de mi ruta, junto al aparcamiento subterráneo que han construido bajo las pistas deportivas del colegio Valle-Inclán, sobre las que ahora se está levantando una cubierta que pronto será aprovechada por la comunidad educativa y por todo el distrito Este.

De ahí a la pasarela peatonal desde la que salí solo hay unos pasos, que recorro sin más demora, urgido por la llamada de la pinta de cerveza que me espera en algún chiringuito del paseo marítimo.

Para ver la ruta en Wikiloc, pincha sobre la imagen