sábado, 28 de enero de 2023

La mala vida en Los Pedroches, de José Luis González Peralbo*

 

La Historia es como el juego entre la memoria y el olvido. En la memoria, quedan las referencias importantes, los hechos traumáticos o significativos, y lo demás, se olvida. En la Historia, que parte con la escritura, se estudian los hechos importantes de las sociedades y lo demás, no se estudia. Y los hechos importantes son los protagonizados por la gente importante.

Hasta no hace tanto tiempo, la Historia se veía como vemos una película. En las películas hay protagonistas, que son los que llevan el peso del argumento, hay coprotagonistas y hay numerosos personajes secundarios. Pero en una película hay más gente aparte de esa, están los figurantes, que no son protagonistas ni personajes secundarios, sino parte del paisaje.

Tampoco las personas comunes, la gente, eran nadie a efectos de la Historia.

Solo mucho después, cuando los historiadores se dieron cuenta de la importancia que tenían las ideas en el devenir de los cambios que aparecían en la sociedad, y especialmente a partir de los cambios provocados por el movimiento obrero, se empezaron a estudiar los movimientos sociales.

Así que tenemos, por un lado, a los grandes nombres y, por otro, al pueblo entendido como sujeto único en los movimientos sociales. Ambos son ahora, en los tiempos actuales, protagonistas de la Historia. Pero, ¿dónde quedan las entrañas de la sociedad, sus vísceras, su minuto a minuto? ¿Dónde, la identidad de las personas que sufren las decisiones de los grandes mandatarios, la identidad de las personas que salían a la calle para protestar o para hacer las revoluciones? ¿Dónde, la explicación de cómo vivían esas personas en su casa, como se ganaban la vida, cómo se relacionaban entre ellas?

Pues bien, para saber cómo son esas sociedades por dentro, no nos queda más remedio que acudir a los libros de ficción, especialmente a las novelas, o acudir a libros de Historia como La mala vida en Los Pedroches, del que es autor José Luis González Peralbo, que incluye episodios históricos relacionados con actividades al margen de la ley que tuvieron lugar en Los Pedroches desde finales del siglo XVI hasta principios del siglo XX.

Cada uno de estos episodios es una historia concreta y completa, la historia de un hecho delictivo. Una historia en la que aparece la víctima y, normalmente, el malhechor, que es el personaje principal. Y en la que aparecen también, en su ser natural, toda una serie de personajes secundarios: la autoridad que investiga y sanciona, los testigos, los familiares, los médicos y los cirujanos, etc.

Hay un saber que entra en las casas y ahonda en las almas, ante el que no mostramos la verdad, pero que tiene como obligación averiguar la verdad para emitir una decisión: la justicia. Y la justicia tiene en su ser dejar constancia de los procedimientos que instruye, que contienen informes médicos, declaraciones, actas y toda una serie de documentos que, con el tiempo, pasan a ser de dominio público.

José Luis González Peralbo ha ido a los archivos de Los Pedroches, ha investigado en ellos, ha recogido decenas de casos de mala vida de esa época que les he dicho, los ha convertido en episodios, los ha insertado en el marco histórico general y los ha ordenado para formar un libro que recoge, de un modo o de otro, la parte negativa que anida en toda sociedad, parte negativa que debe insertarse en un contexto personal, familiar y vecinal.

O dicho de otra forma, si queremos entender la mala vida de una persona, debemos observar las circunstancias que rodean a esa persona, lo que nos llevará a conocer a esa persona por entero. Muchas malas vidas de muchas personas nos darán muchas circunstancias vitales, que, sumadas, nos dirán las circunstancias de la sociedad, cómo es, en fin, esa sociedad.

La forma de vida que se cuenta en el libro ha llegado hasta épocas muy recientes. Lo vemos en los dos aspectos fundamentales que, a mi entender, nos muestran la obra: uno sería cómo eran aquellos individuos, antepasados nuestros no tan lejanos en el tiempo, que vivían donde vivimos ahora nosotros. El otro sería cómo era la sociedad que constituyeron.

En cuanto a las personas, cabe decir que la inmensa mayoría vivían con poco, según se desprende de los inventarios de bienes recogidos en el libro. Eran pobres, muy pobres. Comparados con lo que se tiene hoy, eran pobres hasta los ricos, así que nos podemos hacer una idea de lo pobre que era la gente común y lo miserable de la vida de los pobres de entonces. La motivación principal de la mayoría de la gente era sobrevivir, y a la supervivencia estaba destinada la mayor parte de su tiempo y su actividad vital.

En esas condiciones, no debe extrañar el peso que tenía la religión, como lo tiene en muchas personas que sufren, a la que se veía como una esperanza reparadora e igualadora en la otra vida, pues pocas veces cabía esa posibilidad en esta. La religión, además, era única y obligatoria, tan obligatoria que exigía para lo importante la limpieza de sangre.


Para ganarse la vida, los pedrocheños de aquella época desempeñaban oficios que hemos conocido o todavía nos suenan, como tundidor y cogedor de paños, guardador de marranos, temporero, esquilador, sacristán, alguacil, medidores de tierras, mayordomo, talabartero, herrador,  arriero, presbítero, tabernero, criada, carretero y verdugo.

Y otros oficios que nos suenan menos, como administrador de los reales servicios de millones, alcabalas y cientos, menseguero (o meseguero, que era el encargado de guardar las mieses), guarda de dehesas, guarda de panes (o guarda rural), tamborilero, barbero flebotomiano (barbero flebotomiano era el que efectuaba flebotomías, esto es, el que ejercía el arte de sangrar y algunos otros procedimientos quirúrgicos, como abrir abscesos y realizar extracciones dentales), cirujano y sangrador, amanuense, arcabucero, comadre de parir y, por último, un oficio muy recogido en el libro es el de sin domicilio fijo ni oficio ni beneficio.

Quienes desempeñaban estos oficios aparecen en el libro porque nadie se encontraba al margen de la mala vida, pero esas consecuencias judiciales, ya en el mismo procedimiento, y por supuesto en las penas, no eran lo mismo para unos que para otros.

Los gitanos lo tenían más complicado. Tampoco se trataba bien a los forasteros, a la gente de vida errante y a los que andaban de pueblo en pueblo sin querer arrimarse al trabajo.

La sociedad que recoge el libro es injusta, porque no trata por igual a los seres humanos, al contrario, trata mejor a los poderosos que a los débiles, especialmente en la primera época, y es cruel, porque no castiga con proporcionalidad, sino de forma vengativa y con carácter ejemplarizante.

Es una sociedad pobre en lo económico y pobre en lo moral, en la que el peso del trabajo recae sobre los más desfavorecidos, sobre los que también recae el mayor peso de la justicia. Llama la atención, por ejemplo, el valor que se le da al perdón de la víctima, como si el delito se hubiera cometido solo sobre a ella y no sobre conjunto de la sociedad.

La sociedad que se muestra en el libro era comarcal, mucho más que lo es ahora. Los Pedroches de aquel entonces no coincidían exactamente con los límites administrativos actuales. Eran unos límites mucho geográficos, más físicos, y llegaban más lejos, singularmente más lejos por el norte.

La gente iba de un pueblo a otro con muchísima facilidad, yo creo que porque muchos de los habitantes de Los Pedroches vivían en el campo y había una red de caminos y veredas muy extensa que conectaba unos lugares con otros, unos pueblos con otros.

Probablemente la llegada de los vehículos a motor, que limitó la circulación a los mejores caminos, luego convertidos en carreteras, contribuyó a que la gente viviera en los pueblos, e hizo que ese movimiento entre unos pueblos y otros fuera menor.

Los forasteros eran, por lo general, gente más humilde aún que los residentes de Los Pedroches. De San Pedro de Rocas y Lobaces, en el obispado de Orense, por ejemplo, vinieron unos gallegos que decían había salido de sus tierras para Castilla a trabajar haciendo sogas y poder ganarse la vida, porque en su tierra había mucha miseria.

Como forasteros que eran, eran mal vistos. Así que la autoridad de Torremilano los alistó a la fuerza como soldados en la leva a que estaba obligada esa población. Ahora bien, los gallegos quebrantaron la prisión y se fugaron, huyendo por un hornillo situado en una corraleja, junto a una escalera de piedra.

De los gallegos, nunca más se supo.

En general, de los que huían de la justicia nunca más se sabía, a menos que se entregaran luego. Y no había que ir muy lejos. Bastaba con traspasar los límites de la comarca para desaparecer a ojos de la justicia que los perseguía.

El mundo, entonces, era más grande, más confuso y más opaco que ahora.

De todo lo antedicho, cabe deducir que, aunque muchas veces se echan en falta hoy valores de entonces, no era una sociedad mejor armada moralmente que la nuestra. La principal virtud de aquella sociedad, que hoy se echa en falta, era la capacidad de respuesta ante el sufrimiento, quizá porque la gente sufría mucho, muchísimo, y estaba acostumbrada a ello.

La miseria, el miedo y el sufrimiento eran los principales componentes emocionales de que estaba hecha aquella sociedad oscura. El miedo debía de ser macizo, plúmbeo, debía meterse en la memoria, en los huesos y en los sueños. El miedo a lo desconocido y el miedo a lo conocido. Fueras inocente o culpable. Fueras bueno o malo. Porque todo el mundo era presuntamente culpable.

Dice José Luis González Peralbo en el libro, por ejemplo, que el tormento era aplicado a los testigos de los que se sospechara que sabían la verdad y no colaboraban lo suficiente. La gente común, especialmente los pobres, temen a las autoridades y a la justicia tanto o más que a los propios criminales.

Lo pobres más de verdad estaban obligados a andar por el borde la ley para sobrevivir, o directamente, a eludir la Ley, a pesar del castigo descomunal que eso suponía. Estaban obligados a sisar, a escurrirse, a robar algo tan de los cerdos como las bellotas, a ser eso que protagonizaba buena parte de la literatura de los primeros tiempos de entonces, a ser un pícaro. De hecho, se ve que detrás de la vida de la mayoría de la gente hay una historia que es una verdadera epopeya de la supervivencia.

Para contar esas historias se necesita de una gran habilidad comunicadora. Se necesita, especialmente, cuando la historia se cuenta de viva voz y se interpreta y en libros como La mala vida en Los Pedroches, donde se recogen historias de los archivos y uno está obligado a extraer de ellas lo mejor y más ameno.

José Luis, como buen historiador que es, ha ido a los archivos y ha recogido las historias, pero para presentarlas al público en un libro ha tenido el acierto de actuar como un perfecto narrador. Y, para ello, se ha introducido en el texto él mismo. Ha contado lo que hay y ha opinado. Lo ha hecho dotando de ironía y gracia al texto e introduciendo esa suerte de chascarrillos sonoros que son los epigramas, que emplea a modo de corolario, como la aleccionadora moraleja de una fábula.

Con La mala vida en Los Pedroches, en fin, el lector pasará buenos ratos, que es un generoso fin en sí mismo, se enterará de cómo eran nuestros antepasados y la sociedad que tejieron y, cuando lo termine, se quedará con un regusto muy agradable.

* Extracto de mi intervención en la presentación del libro.