Un cielo amarillo, unas montañas
grises y verdes, el blanco campanario de una ermita y seis cipreses rojos que
recorren el cuadro de abajo arriba.
Desde hace unos días, hay un
cuadro de Antonio Roa detrás de la silla de mi despacho, detrás del escritor
que soy, detrás de mí cuando escribo esto. Si el amable lector de estas páginas
pudiera verme, me vería con la mirada en la pantalla del ordenador, aporreando rítmicamente
el teclado, supuestamente concentrado en lo que estoy haciendo, y, detrás de
mí, a apenas unos centímetros, vería el cuadro de Antonio Roa que les digo, y
en el cuadro detendría la vista, abrumado por la belleza de esas grandes
manchas de color que construyen imágenes e ideas.
Si me viera desde la puerta del
despacho, tal vez asociara el cuadro conmigo y con lo que estoy escribiendo,
como si el cuadro y yo y mi obra formáramos parte de la obra de arte viva de un
Hacedor extraordinario en la que yo siento la influencia del cuadro y escribo
lo que Antonio Roa sintió cuando lo estaba pintando.
Las cosas son lo que son y lo que
evocan. Las cosas tienen alma, que es el alma de quienes las crearon y las
sintieron. El cuadro de Antonio Roa tiene el alma de Antonio Roa, yo lo sé
porque la siento.