viernes, 14 de febrero de 2020

Los empleados públicos*

Según consta en el Archivo Municipal de Torrecampo, el 30 de junio de 1899 presentaron su renuncia al puesto todos los empleados municipales del Ayuntamiento de esa villa, desde el secretario a los dos vigilantes de las luces pasando por el director de la banda de música. La renuncia, redactada con la misma letra y el mismo contenido, fue aceptada por el alcalde saliente el mismo día 30.

El 1 de julio de 1899, o sea, un día más tarde, el nuevo alcalde, que había tomado posesión ese mismo día, nombró a los nuevos empleados públicos, que habían formulado la correspondiente solicitud en escritos de fecha 30 de junio prácticamente idénticos, si bien el de un encargado de las luces ni siquiera llegó a firmarse.

Ese cese absoluto y ese inmediato nombramiento absoluto no era ninguna excepción, pues acaeció durante mucho tiempo y para todas las Administraciones de España, y obedecía a un parte del pacto de El Pardo, de 24 de noviembre de 1885, por el quedó instituido el sistema de turnos entre los liberales y los conservadores, que les sirvió para repartirse el poder a finales del siglo XIX y principios del XX, aplicando de la forma más grosera el fraude electoral. Esto es, cuando entraban unos a mandar, echaban a todos los empleados públicos y ponían a otros, que a su vez cesaban cuando se iban los políticos que los habían nombrado.

Puede imaginarse el lector la situación. Puede imaginar, por ejemplo, a qué personas nombraban los políticos recién entrados y el grado de competencia de los nuevos empleados públicos. Puede imaginarse los niveles de independencia e imparcialidad de su actuación, con quiénes estaban comprometidos o a quiénes debían fidelidad.


El lector puede ponerse en el contexto actual. Puede imaginar que los partidos políticos (porque son ellos los que gobiernan) pueden cesar a todos los empleados públicos, incluidos médicos, enterradores, maestros, jardineros, policías, bomberos e inspectores de hacienda y trabajo, y que al día siguiente pueden nombrar a los que ellos quieran. ¿Se ha puesto el lector en situación? ¿Cree, de verdad, que los partidos dejarían en su trabajo a los más competentes y sustituirían a los que no lo son por otros competentes? ¿No cree, como creo yo, que los empleados competentes huirían del sistema y solo los muy incompetentes acabarían entrando y saliendo del mismo al capricho de los políticos afines a su ideología?


Dimisión de un encargado de las luces y decreto del Alcalde aceptándola

Hasta 1918, con Antonio Maura al frente de un gobierno de concentración, no se aprobó la Ley de Funcionarios que terminó con el sistema de cesantías y garantizó la continuidad de los funcionarios, salvo "faltas graves de moralidad, desobediencia o reiterada negligencia en el cumplimiento de los  deberes del cargo", que debía constatarse en un expediente gubernativo instruido con audiencia del interesado, quien podía recurrir la resolución final ante los tribunales. La Ley aquella y las leyes que siguieron acabaron identificando al funcionario con el puesto que ocupaba, de tal manera que el puesto era del funcionario, no del político que lo nombraba.

O sea (y esto es lo más importante), que el médico, el barrendero, el jardinero, el maestro, etc. continúen en su puesto sea quien sea el que gobierne es un mecanismo de defensa de la sociedad ante quienes se creen que porque hayan sido elegidos por el pueblo el pueblo decide a través de ellos en todo caso, siempre. Continuar en su puesto solo es una garantía para el funcionario como consecuencia de la garantía original de la sociedad, y no debe olvidarse que el funcionario puede ser expedientado y, en su caso, sancionado, con medidas que pueden llegar a la expulsión.

Conviene tener presente esta idea cuando hablamos del incomprensible derecho de los funcionarios a continuar en el cargo pase lo que pase, porque no es cierto: ese derecho es de la sociedad y los funcionarios pueden ser corregidos y expulsados. Y conviene tener presente que cuando una Administración no funciona la culpa la tienen quienes la dirigen, como cuando no funciona cualquier otra organización, pública o privada. Es a los dirigentes a los que corresponde estructurar convenientemente el sistema, ordenar los puestos, estudiar los tiempos de trabajo y de respuesta, determinar qué niveles de formación necesita cada uno de ellos, adjudicar las retribuciones en atención a su especial dificultad técnica, dedicación, incompatibilidad, responsabilidad, peligrosidad o penosidad y, en fin, retribuir emocionalmente con honores o premios y abrir expedientes disciplinarios.

No se puede renegar de los técnicos porque ponen cortapisas de índole legal y cobran mucho, por ejemplo, y luego echarlos de menos cuando el que los sustituye no te saca las castañas del fuego. Ni se pueden cubrir puestos de índole estructural con contratados temporales, porque los temporales se pasan el tiempo aprendiendo y no se identifican con el puesto (y porque eso es repartir miseria). Ni se pueden pagar de forma sistemática horas extraordinarias, porque eso supone reconocer un desequilibrio estructural de origen. Ni, tampoco, se puede premiar el acceso al empleo público de los sumisos, de los afines o de los que, simplemente, no responden al perfil necesario para el mejor desempeño del servicio.

Solicitud (no firmada) de un encargado de las luces y decreto del Alcalde aceptándola

La sociedad suele acordarse del político que se sienta en la mesa presidencial, a quien casi siempre (de una forma excesiva) se agradece el esfuerzo que ha hecho para que salga a la luz lo que allí se presenta, pero se olvida de quienes están detrás de todo eso, los verdaderos forjadores del resultado, que son los empleados públicos. La sociedad no suele reparar en que detrás del político que se da codazos con otros para salir en la foto en la que se corta la cinta inaugural o se descorre la cortinilla de la placa hay un montón de empleados públicos que han hecho posible lo que se inaugura. La sociedad suele reparar en lo noticioso, que es lo malo (los malos empleados públicos, que los hay), pero no suele echarle cuentas a lo común, que es lo bueno (los buenos empleados públicos, que también los hay, y muchos).

Cada vez que un político le echa la culpa a los técnicos de lo que no sale adelante, debería dar explicaciones del fondo de lo que está pasando: de si es legalmente posible, de si hay o no hay presupuesto, de las presiones que el técnico está sufriendo y de si el técnico es verdaderamente técnico o es un suplente del mismo y, en su caso, de por qué no se han adoptado las medidas adecuadas para que haya uno suficientemente capacitado.

La Administración en un instrumento en manos de los políticos que sostienen los empleados públicos. La Administración es un instrumento que sigue funcionando con los políticos recién llegados, que aún no entienden de gestión, porque hay empleados públicos que entienden de gestión. Y la Administración sigue funcionando incluso cuando la gestión de los políticos es mala.


Los periódicos están llenos de fotos de políticos presentando o inaugurando, y de muy pocos empleados públicos. El colmo sería que se llenara de noticias en las que el político le echara al empleado público la culpa de lo que no puede aprobar o inaugurar.

 
Acta del Ayuntamiento en pleno de ratificación de los ceses y nombramientos (en la tercera hoja)



* publicado en el semanario La Comarca.