Mi padre era una de esas personas
que interesa tener cerca porque generaba armonía en el ambiente, porque hacía
fácil lo difícil, porque comprendía y sosegaba.
Mi
padre era alegre y vitalista. Le encantaba viajar y casi todo le dejaba una
impresión positiva, que guardaba en la memoria para siempre o en una libretilla
donde apuntaba lo que la memoria no recogería.
Mi
padre hablaba con todo el mundo. Cuando salía a dar un paseo, tardaba mucho en
volver, porque la gente lo paraba para preguntarle por su familia o por el Sevilla,
para contarle sus cosas o por el placer de recibir de él esa energía positiva
que transmitía de forma natural.
Mi
padre adoraba a su familia. Mi padre se sentía muy orgullo de sus hijos y de
sus nueras. A mi padre le encantaba hablar con sus nietos por videoconferencia
y por teléfono. Cuando se despedía en persona de ellos, los abrazaba como si
fuera la última vez, con un abrazo largo, ceñido y callado.
Mi
padre quiso mucho a mi madre, aprendió a suplirla cuando ella se puso enferma y
la cuidó durante mucho tiempo.
Mi
padre nunca perdió la inmensa lucidez que tenía y hasta sus últimos días
conservó la memoria intacta.
Mi
padre era una persona extraordinaria. Por eso, si volviera a nacer y me dieran
a elegir, yo querría tener un padre como mi padre. Y por eso, cuando muera y no
sea más que las huellas que he dejado por el mundo, yo quiero que mis hijos me
recuerden como yo recuerdo a mi padre.
Mi
padre, que hace mucho tiempo me expresó su deseo de vivir hasta los noventa
años, murió con noventa años, de repente, sentado en el sillón, sin sufrir y sin
hacer sufrir. Él se merecía una muerte así y a nosotros fue el último favor que
nos hizo.