viernes, 11 de octubre de 2019

La ciudad: nuestro hogar*


Hace tiempo, un amigo me hizo ver que lo mejor era comprar un taladro entre unos pocos y dejárselo al que lo necesitara, porque de lo contrario no se amortizaba nunca, dadas las pocas veces que se utiliza. El taladro en común es una muestra anecdótica de la eficiencia a la que está condenada nuestra sociedad de consumo, acuciada por los problemas medioambientales y las limitaciones económicas, que ya está en marcha en algunos ámbitos. Hace unos días, por ejemplo, leí en un periódico que la propiedad pierde tirón en beneficio del arrendamiento de cosas y servicios, especialmente entre los jóvenes, quienes están tomando partido por el sentido práctico de la mera posesión.



La diferencia entre tener (especialmente si se tiene a título de propietario) y usar es muy grande y tiene más consecuencias de las que nos creemos, a poco que nos fijemos en la cantidad de cosas que tenemos y no usamos suficientemente o, incluso, que no usamos nunca. No en vano, “mantener” viene de “tener”, pues todo lo que se tiene hay que mantenerlo, en tanto que no hay un término similar para “usar” (no se dice “manusar” o algo parecido). Y quien debe mantener también debe decir guardar, y defender, y asistir al inevitable deterioro de la cosa.


Cuando voy al campo, siempre recuerdo esa diferencia esencial. El que merienda en los ruedos públicos de una ermita se vuelve a su casa y se deja allí los problemas, igual que el que camina por una vía pecuaria o el que se tumba al sol en una playa, pues no tiene que pensar en los conflictos con los colindantes, ni en si los pozos tienen o no tienen agua, ni en que pronto vendrá el recibo de la contribución y tendrá que pagarlo. El que usa lo público, en fin, disfruta del aire puro, del paisaje y de cuanto puede ofrecerle la cosa y no tiene que preocuparse de su mantenimiento.

Quizá por eso, cuando pienso en cuál puede ser el estado ideal de una persona siempre imagino a alguien que tiene una pequeña vivienda con una salida accesible y fácil a una ciudad confortable. Una pequeña vivienda obliga a un mantenimiento pequeño y una ciudad confortable ofrece todos los servicios que necesitamos, pues no hay mejor patio que un parque bonito, no hay mejor sala de estar que una plaza coqueta ni mejor lugar para charlar con los amigos que la acogedora terraza de un bar.


Para eso, para que la ciudad o el pueblo en el que vivimos sea confortable, debe estar a nuestro gusto, tiene que ser como nuestra propia casa. Que sea como nuestra casa supone que esté tan limpia como nuestra casa, que esté tan bien adornada como nuestra casa, que esté tan bien mantenida como nuestra casa. Supone, dicho de otra forma, que si nuestro perro no se caga o se mea en nuestra casa, tampoco se cague o se mee en la esquina de la calle (o, al menos, que no se quede allí lo que hace), que si no tiramos los papeles, las colillas o los chicles al suelo de nuestra casa, tampoco los tiremos al de la calle, que si no queremos que nadie meta humos o ruidos en nuestra casa, tampoco los metamos en la calle, etc.

El párrafo anterior contiene adrede muchas veces las palabras “casa” y “calle” para explicitar que lo privado y lo público forman parte del medioambiente en el que vivimos, que son nuestro ecosistema, igual que el campo abierto es el de los lobos, esto es, que necesitamos de una equiparación de la casa y de la calle para completar correctamente nuestro espacio vital, por el que debemos sentir siempre el mismo aprecio si queremos realizarnos como los seres sociales que somos, si queremos ser más felices, en fin.

La idea de que para hacer más confortable nuestra vida hay que hacer más confortables nuestras ciudades es una obviedad y, quizá por eso, nadie se plantea en serio debatir sobre el asunto. Detrás de lo obvio, sin embargo, está el detalle: el detalle son las pinceladas con las se forman los cuadros, los ladrillos con los que se levantan los edificios y los elementos con los que se construyen las ideas propias, no esas que vienen de fuera y asumimos enseguida sin darle más vueltas. Si para ser consciente de cualquier detalle hay que tener una sensibilidad especial, también hay que ser muy sensible para ser consciente de los detalles que integran nuestros lugares públicos, que son los elementos sobre los que en buena parte se asienta nuestro bienestar.


Mis amigas Jose y Cecilia tienen una sensibilidad especial, piensan por su cuenta y tienen mucha determinación. Lo digo porque, después de debatir en privado sobre estos asuntos, tuvieron a bien ponerse manos a la obra para cambiar las cosas y nos citaron en una plaza para hacernos partícipes de sus inquietudes sobre el estado de lo público en Pozoblanco. Lo hicieron acompañadas de Javier Fernández, arquitecto especialista en paisajismo, quien, a lo largo de un relajado paseo posterior, ilustró a la treintena de paseantes que habíamos acudido a la cita sobre el significado de los árboles de la ciudad y, especialmente, sobre cómo son y cómo deberían ser los árboles que pueblan la nuestra.

A tenor de lo que aprendí, puedo decir alto y claro que hay posibilidades de mejora, y no pocas. Así que harían bien los que tienen competencias sobre la materia en dejarse asesorar por los que saben y tomar las decisiones que correspondan, que nunca deberían ser para el corto plazo, pues un árbol no se hace de la noche a la mañana.

No se puede plantar cualquier árbol en cualquier sitio. No se debe plantar así por él y por nosotros. El árbol es un ser vivo que nos da oxígeno, que nos da sombra, que nos da frescura y que hace más bellas nuestras ciudades y más amable nuestra vida, es un ser vivo que necesita de mimos, de cariño, que es sensible al amor de sus vecinos y sabe corresponder a ese amor de muchas formas.


Nuestros abuelos plantaron olivos en la sierra y transformaron el bosque mediterráneo en dehesas pensando en sus hijos, o incluso en sus nietos. Quizá no tenían el concepto de planificación en su mente, pero planificaban sin saberlo a largo plazo, a muy largo plazo. Ahora que todo se quiere para ayer y nuestros gobernantes no hacen nada sin que conste en la correspondiente foto que les dé réditos inmediatos, convendría seguir el ejemplo de nuestros abuelos y el de los árboles mismos, todos ellos seres sobrios, generosos y fuertes.


Jose y Cecilia nos han dicho que habrá más paseos para tratar otros temas. Habrá que estar atentos, porque esto promete.

*Publicado en el semanario La Comarca.
** Todas las fotos son de Carmen.