Estuvimos en París la semana del
uno de mayo y vimos, grosso modo, eso que ven los turistas y que todo el mundo
conoce, aunque no la haya visitado nunca, y algo de lo que solo conocen los residentes. París es una ciudad de enormes museos,
de grandes avenidas cortadas en lontananza por un arco o una torre y de multitud
de pequeños restaurantes y terrazas con sillas colocadas en hilera que dan
frente a la calzada, en las que los clientes ven pasar a los transeúntes sentados
codo con codo, tras un minúsculo velador, al amparo de unos toldos que unos
ratos sirven para protegerlos del sol y otros de la lluvia.
París es, también, una ciudad de
parques y jardines, en los que sus habitantes se solazan a falta de patios
propios o de comunidad y a falta de más espacio en sus propias viviendas. Un
pisito con una habitación, un baño, una pequeña cocina, un ordenador y una
puerta a la calle de una ciudad habitable y movida ha sido durante muchos años
el ideal (teórico, especulativo) de mi propia vida. Más o menos, ese es el
mundo real que tienen hoy en París muchos de sus vecinos, tal vez la mayoría,
para quienes, precisamente por lo poco habitable de sus espacios interiores,
juegan un papel determinantes los parques, perfectamente cuidados y hermosos,
en los que los ciudadanos descansan en los bancos o en las sillas de hierro que
los pueblan o formando sobre el césped amenos grupos de charla.
La foto es de Juan |
Cuando viajo, tengo dos
indicadores fundamentales de cómo es la sociedad que visito: uno me lo dan los
anuncios de las inmobiliarias y el otro, los cementerios. Por lo que dicen los
escaparates de las inmobiliarias, un pisito en París como el que he mencionado
antes vale una fortuna y está totalmente fuera del alcance del salario medio de
un trabajador. No quiero hacer valoraciones sobre algo que desconozco, pero no
puedo dejar de pensar que esa gente joven y de mediana edad que puebla en una
inmensa mayoría las calles no pueden acceder a una vivienda propia, al menos
aquí, y viven de alquiler, muchas veces compartiendo el piso, y eso que tienen
unos sueldos bastante dignos incluso después de haber pagado el elevado
impuesto sobre la renta. Y no puedo dejar de acordarme de esos precios cuando
oigo las sirenas de la policía que se dirigen hacia los Campos Elíseos a
reprimir las protestas de los Chalecos Amarillos.
El otro indicador es el cementerio. Me gusta visitarlos
porque dicen mucho de cómo eran los inhumados y los que los inhumaron y de la
relación que existe entre los vivos y los muertos, esos seres que nunca acaban
de irse del todo. En París hay varios de los cementerios más hermosos y más
visitados del mundo*. En esta ocasión, visitamos dos, el de Montmartre y el de
Père Lachaise. No quiero aquí hablar del paisaje funerario de ambos cementerios,
ni de la monumentalidad de sus mausoleos, ni quiero explayarme recordando los nombres
de enterrados famosos que dan lustre a la memoria que guardan, sino llamar la
atención sobre una pequeña tumba del cementerio de Père Lachaise que tiene la
palabra merci (gracias) escrita con pequeños cantos rodados y, entre
varias macetas cuajadas de flores naturales, un rótulo en el que consta el año
de nacimiento y de defunción de un hombre (1932-2019) y solo el año de
nacimiento de una mujer (1940). ¿Hay mayor homenaje al amor que este? Yo les
respondo: No, no lo creo.
* Para quien quiera saber de los cementerios
de Paris (de París, en general), yo recomiendo la lectura del libro de Javier
Redondo Jordán Las ciudades de la Luz, que fue finalista del premio
Solienses 2011 y es un monumento al lenguaje y la melancolía.