jueves, 16 de mayo de 2019

Una tumba en Père Lachaise

                Estuvimos en París la semana del uno de mayo y vimos, grosso modo, eso que ven los turistas y que todo el mundo conoce, aunque no la haya visitado nunca, y algo de lo que solo conocen los residentes. París es una ciudad de enormes museos, de grandes avenidas cortadas en lontananza por un arco o una torre y de multitud de pequeños restaurantes y terrazas con sillas colocadas en hilera que dan frente a la calzada, en las que los clientes ven pasar a los transeúntes sentados codo con codo, tras un minúsculo velador, al amparo de unos toldos que unos ratos sirven para protegerlos del sol y otros de la lluvia.

                París es, también, una ciudad de parques y jardines, en los que sus habitantes se solazan a falta de patios propios o de comunidad y a falta de más espacio en sus propias viviendas. Un pisito con una habitación, un baño, una pequeña cocina, un ordenador y una puerta a la calle de una ciudad habitable y movida ha sido durante muchos años el ideal (teórico, especulativo) de mi propia vida. Más o menos, ese es el mundo real que tienen hoy en París muchos de sus vecinos, tal vez la mayoría, para quienes, precisamente por lo poco habitable de sus espacios interiores, juegan un papel determinantes los parques, perfectamente cuidados y hermosos, en los que los ciudadanos descansan en los bancos o en las sillas de hierro que los pueblan o formando sobre el césped amenos grupos de charla.

La foto es de Juan

               Cuando viajo, tengo dos indicadores fundamentales de cómo es la sociedad que visito: uno me lo dan los anuncios de las inmobiliarias y el otro, los cementerios. Por lo que dicen los escaparates de las inmobiliarias, un pisito en París como el que he mencionado antes vale una fortuna y está totalmente fuera del alcance del salario medio de un trabajador. No quiero hacer valoraciones sobre algo que desconozco, pero no puedo dejar de pensar que esa gente joven y de mediana edad que puebla en una inmensa mayoría las calles no pueden acceder a una vivienda propia, al menos aquí, y viven de alquiler, muchas veces compartiendo el piso, y eso que tienen unos sueldos bastante dignos incluso después de haber pagado el elevado impuesto sobre la renta. Y no puedo dejar de acordarme de esos precios cuando oigo las sirenas de la policía que se dirigen hacia los Campos Elíseos a reprimir las protestas de los Chalecos Amarillos.


El otro indicador es el cementerio. Me gusta visitarlos porque dicen mucho de cómo eran los inhumados y los que los inhumaron y de la relación que existe entre los vivos y los muertos, esos seres que nunca acaban de irse del todo. En París hay varios de los cementerios más hermosos y más visitados del mundo*. En esta ocasión, visitamos dos, el de Montmartre y el de Père Lachaise. No quiero aquí hablar del paisaje funerario de ambos cementerios, ni de la monumentalidad de sus mausoleos, ni quiero explayarme recordando los nombres de enterrados famosos que dan lustre a la memoria que guardan, sino llamar la atención sobre una pequeña tumba del cementerio de Père Lachaise que tiene la palabra merci (gracias) escrita con pequeños cantos rodados y, entre varias macetas cuajadas de flores naturales, un rótulo en el que consta el año de nacimiento y de defunción de un hombre (1932-2019) y solo el año de nacimiento de una mujer (1940). ¿Hay mayor homenaje al amor que este? Yo les respondo: No, no lo creo.

* Para quien quiera saber de los cementerios de Paris (de París, en general), yo recomiendo la lectura del libro de Javier Redondo Jordán Las ciudades de la Luz, que fue finalista del premio Solienses 2011 y es un monumento al lenguaje y la melancolía.