Rafael Sánchez Molina es un artista con taller en Pozoblanco.
Rafael me
invitó un día a visitar su taller y Carmen se apuntó enseguida, porque, al
igual que yo, admira los escaparates que confecciona para la óptica Centrovisión,
frente a los que siempre nos detenemos para disfrutar sus composiciones, aunque
ya los hayamos visto un montón de veces.
El taller de
Rafael tiene de todo, desde lo más común a lo más insólito.
Cualquiera que
no supiera que las cosas tienen alma y están donde quieren estar diría que el
taller de Rafael está desordenado. Cualquiera que tuviera una mínima sensibilidad,
en cambio, diría que Rafael consiente que las cosas vayan a su aire y vivan su
vida, por lo menos mientras no las necesite él.
Rafael nos ha
enseñado una fotografía antigua que encontró en la casa, los materiales que
coge por aquí y por allá para componer sus obras, los restos de algunos
montajes para los escaparates y dos series de pinturas en cartulina, hechas con
materiales sintéticos y de contenido abstracto o escasamente figurativo, en las
que yo he visto muchas de las imágenes que pueblan mi mente cuando escribo, especialmente
cuanto escribí la trilogía de Occidente.
Algo le he
dicho a Rafael sobre esto último, aunque no sé muy bien si he sabido hacerle
ver lo cerca que están nuestras obras y, en consecuencia, lo cerca que debemos de
estar el uno del otro.
El taller de
Rafael tiene de todo. Y lo tiene a él.
Lo digo
porque él es tanto persona como personaje y, en tanto que personaje, también
tiene su atractivo. Lo digo porque es un espectáculo verlo pasar la mano cariñosamente
por las cartulinas, como si las acariciara, porque lo es oírlo hablar con acogedor
sosiego de las texturas y los colores y lo es verlo moverse parsimoniosamente entre
los objetos y las musas que a buen seguro pueblan la estancia. Y lo digo porque
uno puede sentir enseguida el cariño que le tiene al objeto artístico, porque
uno, en fin, puede captar con él todo lo que hay de divino en esa extraña
existencia que llevamos los seres humanos.