No
es lo mismo, ni en lo económico ni en lo emocional, estar soltero y ganar
cuatro mil euros que estar divorciado y ganar cuatro mil euros. A algunos
casados se les olvida esta sutil diferencia, no tan evidente como podría parecer.
Un casado que gana
cuatro mil euros y ha visto enfriarse su matrimonio puede pensar que le iría
mejor divorciándose. Se puede hacer ilusiones pensando que podría encontrar otra
pareja, con la que recobraría la pasión juvenil que ha perdido, y que tendría más
dinero para gastar, dado que su mujer solo gana dos mil euros. Puede pensar, en
fin, que sería más feliz. Pero si se divorcia tendría que buscarse otra casa,
probablemente perdería a los hijos, quizá los amigos acabarían yéndose solo con
su mujer y tal vez no encontrase pareja, o encontrase una peor que la que ha
dejado. Podría ser, incluso, que sus ingresos dependieran en buena parte de sus
relaciones cercanas y, dado que se han visto alteradas, ya no ganase cuatro mil
euros, sino menos. Podría ser, en suma, que sus ingresos disminuyeran, sus
gastos se incrementaran y se deteriorasen casi todas sus relaciones personales.
A un casado
que ha visto enfriarse su matrimonio lo primero que le interesa es devolverle
el calor. En todo caso, antes de romper su matrimonio debe pensar que una
relación de pareja es más compleja de lo que pueda parecer y que, asociadas al
matrimonio, hay otras muchas relaciones de las que depende y dependerá su
felicidad. Debe pensar, en resumen, que la felicidad depende siempre de la
calidad de las relaciones personales y actuar en consecuencia.
El símil me
sirve para hablar de las múltiples relaciones que tienen los ciudadanos de
Cataluña con España, que han ido formándose a lo largo de muchos siglos. Esas
relaciones son de todo tipo. Son, en primer lugar, personales: hay muchos
catalanes que se consideran españoles. Además, un gran número de catalanes ha
nacido fuera de Cataluña y muchos de ellos se consideran tan catalanes como
andaluces o extremeños, por ejemplo, es decir, tan catalanes como españoles, lo
que le ocurre también a buena parte de sus descendientes. Al revés, muchos
catalanes se han ido a vivir a Madrid o a Zaragoza, por ejemplo, y se
consideran tan catalanes como madrileños o zaragozanos, es decir, tan catalanes
como españoles. E, igualmente, muchos españoles sienten que forman una
comunidad vital con los catalanes, distinta de la que forman, por ejemplo, con los
portugueses o los franceses, y piensan que las playas de Cadaqués son tan suyas
como las de Málaga o Ribadeo.
Por eso no se
puede romper una relación afectiva entre Cataluña y España sin que dicha
ruptura adquiera un carácter traumático. Es más, dado el importante número de
catalanes que se consideran españoles, esa ruptura no puede realizarse sin que resulte
traumática dentro de la propia sociedad catalana. La hispanofobia y la
catalanofobia son dos de los resultados de ese trauma que se vislumbra, como lo
son los silencios en las conversaciones entre familiares y amigos y la ruptura
de los grupos de whatsapp de ciudadanos catalanes.
Las relaciones
son, también, económicas. Y lo son atendiendo a la singularidad de cada
territorio. Así, dado que Cataluña es esencialmente industrial, vende sus
productos al resto de España, que es quien los compra y a su vez vende a
Cataluña las materias primas con las que esos productos se elaboran. Los
comerciantes, por mucho que vendan y listos que sean, siempre dependen de los
compradores. Y los compradores ofendidos en su amor propio pueden dirigir sus
pasos a otros vendedores, incluso aunque el producto les cueste más dinero,
incluso aunque acaben perjudicándose ellos mismos. Una ruptura traumática en lo
afectivo, en fin, afecta inmediatamente a lo económico por los dos lados, pero
más por la parte que más tiene que perder, que son los vendedores.
Las relaciones
son, por último, institucionales. Quiero decir que hay una serie de vínculos
privados y públicos que no se pueden romper sin que se creen otros nuevos que
los sustituyan, como se está poniendo de manifiesto con el Brexit, cuya
dificultad es enormemente inferior. Las decenas de miles de leyes y
reglamentos, las cotizaciones a la Seguridad Social de los trabajadores, la
deuda pública acumulada, las fronteras, los tratados internacionales, los
pasaportes, los matrimonios mixtos, etc., no son sino una mínima expresión de
lo que une a unos territorios con otros cuando hay de por medio una Historia
común en condiciones de igualdad.
Por eso no se
puede hablar de una ruptura al estilo colonial, donde no hay disolución
afectiva y apenas hay una fractura económica e institucional.
A las relaciones
entre Cataluña y España deben añadirse las existentes ahora con Europa.
Cataluña se relaciona con Europa como parte de España. Una ruptura traumática
con España supondría inmediatamente una ruptura con Europa, con todo lo que eso
significa de pérdida en lo afectivo y, sobre todo, en lo económico, pues Europa
es el mercado sin fronteras, la que compra y la que invierte, la que da
cobertura a la banca, la que define la política monetaria y mantiene la
estabilidad de los precios, de Europa vienen, en fin, las subvenciones a la
agricultura y a la ganadería.
Durante muchos
años los catalanes han pensado que serían más felices unidos con el resto de
los españoles que yendo a su aire, solos. Ahora, hay casi una mitad que piensa
lo contrario. Cada uno puede pensar y desear lo que quiera, faltaría más, pero
estaría bien que antes de seguir adelante echaran cuentas de lo que pueden
perder por el camino, pues son muchas las relaciones que los unen con los demás
catalanes, con el resto de españoles y con Europa. Tal vez, como el casado que
ha visto enfriarse su matrimonio, en lo primero que deberían pensar es en
devolverle a esas relaciones el calor. Creo que, entonces, encontrarían en la
otra parte todo el calor que han perdido.
* Publicado en el semanario La Comarca
(Las fotos son de Juan)