La
dehesa es hermosa, aunque a los naturales de estas tierras nos cueste valorarlo así, tal vez porque estamos habituados a verla. En la dehesa no hay altas montañas, no
hay muchas clases de árboles, no hay ríos caudalosos o que formen saltos de agua, que es lo que buscamos cuando salimos afuera, a hacer turismo. Los turistas
que vienen a vernos, por contra, la aprecian mucho, y no solo porque sea un ecosistema sostenible y
se críe en ella el cerdo ibérico, del que luego aprovecharán sus carnes y,
especialmente, sus jamones. La aprecian, también, porque les parece bonita.
De hecho, cualquier camino de la dehesa es magnífico
para dar un paseo. Siempre es llano, suele conducir a otro camino (lo que hace que la ruta sea circular) y, por mal que se ponga su firme, casi nunca se vuelve impracticable. Los caminos acostumbran a ser bellos por sí mismos, pues están marcados por dos trazos paralelos de paredes de piedra que se ondulan armoniosamente o trazan rectas que se juntan en la línea verde oscuro del horizonte, bajo un cielo pintado generalmente de un azul intenso. Junto a sus paredes, suelen crecer, entre otras, algunas matas de cardo, tomillo, romero y esparraguera y hay plantas propias de los pastizales, como la lavanda o los lirios, que libres de las acciones del ganado prosperan sin más límites que los de su propia genética.
Aunque
hay alcornoques, quejigos y robles, el paisaje es deudor mayoritariamente de la encina, el árbol totémico de Los Pedroches, ya que de él depende casi todo, desde la sombra que da cobijo a las ovejas hasta las
bellotas con las que se ceba a los cerdos o la leña con la que se alimenta el fuego del hogar. Las encinas son árboles hermosos por su forma y por su fondo. Por su
forma, porque son proporcionadas, rugosas sin ser ásperas, un poco más anchas que altas y porque siempre tienen hojas, que son oscuras excepto cuando están recién nacidas, que
adoptan un tono claro, brillante e intenso. Y por su fondo, porque son sobrias, tenaces, resistentes, porque
ganan con la edad y son generosas incluso aunque no las cuides, incluso aunque
las olvides, incluso aunque las maltrates, como se ha hecho a veces cuando se las ha talado indiscriminadamente o se les ha quitado buena parte de su tronco para hacer carbón.
Las encinas forman un bosque claro por el que se puede andar sin problemas. De hecho, debajo de las encinas no hay un sotobosque de matorral, sino un prado que se puebla de color en
primavera o, algunas veces, diversos cultivos de cereales, cuyo destino es servir de complemento a la alimentación del ganado. Los cerdos, las vacas y las ovejas, que son el ganado más frecuente que las habita, se pasean entre las encinas con despreocupación, especialmente en
las épocas más feraces, que son las que van del otoño a la primavera, en las que unas lluvias moderadas hacen
crecer la hierba y correr los arroyos.
El
agua de la dehesa es tímida y se muestra escasamente, incluso en el subsuelo.
No hay ríos en la dehesa, ni corrientes que duren una temporada entera. Los
arroyos, que nacen aquí y se van hacia el Norte, hacia el Guadiana, o hacia el
Sur, hacia el Guadalquivir, son de caudal efímero y escaso y copan los lugares
más fríos, de manera que durante el invierno suelen estar rodeados de escarcha
hasta bien avanzada la mañana, especialmente en los terrenos de umbría. Junto a los arroyos más grandes hay una mayor variedad de arbustos y matorrales, como tamujos, lentiscos y juncos, y solo algunas veces un pequeño bosque de galería de olmos o chopos.
El granito es la piedra de la dehesa.
De granito son las paredes de las cercas, los brocales, las pilas, los dinteles de las puertas y las ventanas y las vigas que en forma de
lancha sostienen el entramado de las pozos grandes y los pasos de las aguas pluviales, vigas que aquí se llaman marranos. El gris manchado del granito, el blanco de la cal y el rojo de la
arcilla con que se hacen las tejas son los otros colores de la dehesa, el que procede del factor humano.
La
mano del hombre está por todas partes. Ha sido el hombre el que ha convertido
una mata de chaparro en una encina, el que ha clareado el bosque descuajándolo de jaras, hiniestas y retamas, el que ha limpiado el suelo de las piedras con las que luego ha
construido las paredes de las cercas, el que ha levantado las enramadas y los cortijos, el que ha hendido la
tierra para hacer pozos, el que ha abierto los caminos y, en fin, el que ha traído y cuida de esos animales que viven con cierta indolencia su felicidad, ajenos a su destino. Y, sin embargo, la mano del hombre no se ha mostrado
aquí brutal, sino creativa, pues en lugar de borrar a la naturaleza la ha
corregido para adaptarla a su propio interés de una manera inteligente, a fin de que sobrevivan casi todos los que la poblaban antes.
Las casas de campo son pocas y están donde no molestan,
o están donde son un atractivo más del paisaje. No molestan a la gran diversidad de fauna salvaje que está aunque habitualmente no se nota, quizá porque no la miramos con atención,
quizá porque huye y tiene donde esconderse. Hay zorros, conejos, tejones, ciervos, jabalíes, ginetas y meloncillos. Hay grullas algunas veces, por algunos sitios. Hay abubillas, abejarucos, palomas torcaces, tórtolas, carboneros, carracas, mirlos, cucos, herrerillos y zorzales. Hay cigüeñas blancas y negras, hay águilas imperiales, reales, perdiceras y culebreras, hay gavilanes y azores, halcones peregrinos y búhos reales, y hay buitres leonados y negros. Hay culebras de escalera y bastardas, hay lagartos,
sapos y alacranes.
En
la dehesa de Los Pedroches hay casi de todo y puede verse y oírse y olerse si se observa con atención y se tiene paciencia. La magia también forma parte del paisaje, y se siente, a poca
sensibilidad que se tenga, andando por los caminos de la dehesa. El visitante,
como hace el natural de estas tierras, debe perder cuidado, porque no hay
cuestas grandes, ni maleza, ni charcos, ni más peligro que el de extraviarse,
lo que podría ocurrirle con más frecuencia de la deseada, dado que no cuenta
con referencias en el horizonte. En cambio, el natural de estas tierras, como hace el visitante, debería valorar
más lo que tiene, detenerse a sentirlo y disfrutarlo con el agrado que se merece.
* Publicado en el boletín de la cofradía de la Virgen de Luna de Pozoblanco.