Anoche
fui al concierto que Miguel Bose dio en el Campo Municipal de Golf de
Pozoblanco. La noche era estupenda, es hermoso el recinto donde se había
instalado el impresionante escenario y las infraestructuras accesorias y la
organización fue eficaz desde el principio, cuando tomamos el autobús en el
Recinto Ferial, hasta que, terminado todo, nos bajamos en el mismo sitio. El marco,
pues, era el adecuado para que el público asistente, formado mayoritariamente por
seguidores del cantante (o incluso por incondicionales), disfrutara del
espectáculo, a poco que el protagonista fundamental se entregara a su arte.
Miguel
Bose es un artista. Lo es porque lo lleva en los genes y lo ha mamado y porque a
lo largo de los últimos cuarenta años ha ejercido como tal con honestidad y aplicación,
con entusiasmo. A Miguel Bose no debe de resultarle demasiado complicado entregarse
cuando la noche es estupenda, las infraestructuras son las adecuadas y la
organización es eficaz, especialmente cuando el concierto está compuesto por sus
numerosos éxitos de siempre, que son conocidos y pueden ser coreados y bailados
por un público formado por sus seguidores, o incluso por sus incondicionales.
El público de anoche en Pozoblanco, en fin,
quería ver al Miguel Bose que admiraba y oír sus canciones y Miguel Bose se
entregó al público cantando todos sus éxitos con la emoción del artista que se
encuentra a gusto. Entre Miguel Bose y el público, me parece a mí, se produjo
ayer una conexión mágica, que solo es posible en el cuerpo a cuerpo.
Pensé
en ello después del concierto, mientras me tomaba una cerveza junto a una de las
barras habilitadas, no lejos de un conjunto que cantaba con oficio canciones de
éxito y hacía bailar a muchos a los asistentes. Pensé –digo– en la diferente
relación que existe entre los músicos y el público de los conciertos y la que
existe en otras ramas del arte, como la literatura. La primera es diáfana e inmediata,
y puede llegar a ser total, de manera que entre el artista y el público se
produce un trasvase recíproco de emociones y, en consecuencia, una
retroalimentación afectiva.
En
la literatura es totalmente distinto. En la literatura, el artista se encuentra
a solas con sus pensamientos, sin saber si algún día tendrán conexión sus
emociones con las emociones de un lector. Es más, si algún día esa conexión llega
a cuajar, siempre será con la soledad de un lector, de manera que entre uno y
otro nunca se producirá una retroalimentación afectiva.
Por
ejemplo, es domingo de madrugada y escribo en soledad frente al ordenador. ¿Cómo
caerán estas palabras en quienes tengan la amabilidad de leerlas?