La victoria de Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos nos ha hecho reflexionar sobre lo que ha pasado en aquel país y ha puesto en el punto de mira de los opinadores públicos otros casos de expresiones populares que se han dado recientemente o que podrían darse en un futuro cercano. Se ha dicho que lo de Trump es un prototipo de populismo, quizá el más extraordinario, por lo influyente del país en el que se ha dado y por su larga tradición democrática, pero no es muy distinto de lo que está sucediendo en otros muchos lugares, como, por ejemplo, de lo que ha ocurrido en el Reino Unido con el Brexit o de lo que podría suceder en Francia si ganara el Frente Nacional de Marine Le Pen.
El populismo es, sin duda, la gran estrella de nuestro tiempo. Lo hay de derechas, como el de los mencionados Trump y Le pen, pero también lo hay de izquierdas, como el de los radicales griegos de Tsipras o el los españoles de Podemos, y dentro de que todos los populismos son nacionalistas, los hay muy especialmente nacionalistas, como el de los partidarios del Brexit o el de los que propugnan la secesión de Cataluña. El populismo es hoy en día la estrella de la política porque ha nacido y crecido como alternativa a los políticos tradicionales, que vienen mostrando su incapacidad para dar satisfacción a las demandas de la ciudadanía.
¿Por qué no pueden satisfacerse esas demandas? Primero, porque son desproporcionadamente altas. En las sociedades occidentales modernas se ha llegado a un nivel de bienestar enorme, como nunca antes se había tenido, pero ese bienestar no es percibido como tal ni siquiera por quienes pueden disfrutarlo más. Existe en prácticamente toda la sociedad una sensación de frustración enorme que nace de unas expectativas defraudadas, que en ocasiones son básicas (el trabajo, la vivienda), pero que en otras son producto de un creciente afán por satisfacer necesidades secundarias (las vacaciones en la playa, el ocio) o creadas por la sociedad de consumo. En estos tiempos, no pocos ciudadanos toleran mal cualquier tipo de frustración y culpan al Estado de casi todos sus problemas, incluso de los causados por ellos mismos. Algunos creen, por ejemplo, que el derecho a la salud no es a que los atienda un médico, sino a estar sanos, de manera que muchos de ellos han interpretado que si no están sanos es porque el sistema sanitario no los cuida como es debido, por más que ese mismo sistema les pida que no beban o no fumen.
Ahora bien, que los ciudadanos tengan tantas expectativas no es culpa de ellos, sino de quienes se las crean, que son los que buscan ganárselos a base promesas, es decir, de los que buscan su voto, que les ofrecen un montón de derechos a cambio de muy pocas obligaciones. Todos los políticos, todos, emiten durante la campaña electoral un conjunto de mensajes que crean en la ciudadanía unas expectativas favorables, muchas veces a sabiendas de que son de imposible cumplimiento. Y si las crean en el conjunto de los ciudadanos, más aún en quienes se encuentran en una situación de especial debilidad, porque están parados ellos o sus hijos, porque no tienen una vivienda digna o porque trabajan todo el día para cobrar un sueldo de miseria.
Crean expectativas durante la campaña electoral y lo siguen haciendo fuera de ella, especialmente los que están en la oposición, para quienes en muy fácil seguir proponiendo medidas imposibles y culpar de la ausencia de su ejecución a los equipos de gobierno. La retórica de la oposición es muy fácil: apoyar al gobierno en lo popular, aunque sea malo, pero sin responsabilizarse de sus efectos, y dejarlo solo en lo impopular, aunque sea bueno. He oído muchos discursos de políticos de la oposición que proclaman su intención de trabajar por el bien del pueblo, intención que se materializa luego en apoyar los proyectos de las obras y, en general, todos los que podrían darle votos y en oponerse a las subidas de los impuestos y, en general, de dejar solo al equipo de gobierno cuando se trata de adoptar acuerdos que podrían quitarles votos.
Pero tampoco son ajenos a la creación de falsas expectativas los equipos de gobierno, especialmente porque mantienen la ficción de que es posible cumplir las promesas electorales. La sanidad, por ejemplo, dispone de menos medios en verano que en el resto del año, verdad que debería trasladarse a los ciudadanos en toda su crudeza, a fin de que fueran conscientes del hecho cuando demandaran una prestación de dichos servicios. En lugar de eso, se dice que los medios son los mismos, lo que finalmente choca con la realidad que percibe la ciudadanía.
Se han creado en la sociedad, en fin, unas expectativas que no se pueden cumplir porque son muy altas. Pero, además, no se ha hecho todo los posible para llevarlas a cabo. Es más, no se han cumplido promesas posibles y de servicios primarios porque se han dedicado recursos a la pompa y la ostentación o, incluso, porque se han desviado recursos para engrosar las finanzas de los partidos y las cuentas corrientes de individuos que supuestamente estaban ahí para servir al pueblo. Y lo peor de todo es que cuando esos tejemanejes miserables han sido descubiertos, no se han reconocido ni se han pedido disculpas, sino al contrario, se han procurado justificar u ocultar, o se ha culpado de ellos a una maniobra táctica del adversario, o se ha puesto en marcha la máquina informativa de aventar mierda, a fin de que se notaran menos las miserias propias en un panorama general de estercolero.
El resultado es que la ciudadanía ha creído que sus expectativas, las posibles y las imposibles, no se pueden llevar a cabo porque hay un conjunto de políticos manifiestamente incapaces que dedican su tiempo a pelearse por las poltronas, cuando no a llenarse sus bolsillos, que ahora están en la oposición mandando un mensaje y mañana están en el Gobierno mandando el mensaje contrario, o que lanzan en la oposición un mensaje que no cumplieron cuando estaban en el Gobierno. Un conjunto de políticos a los que finalmente se considera un grupo corporativo con los mismos intereses (por mucho que se peleen en los medios de comunicación y en los Parlamentos), que son de todo punto ajenos a los generales de la ciudadanía y que no cambian aunque cambien el Gobierno y la oposición.
El terreno está así abonado a que triunfe el mensaje de los que propugnan romper la baraja y adoptar un sistema alternativo. Romper con España, por ejemplo, la culpable de todos los problemas, sin la cual sería posible el cumplimiento hasta de las expectativas más quiméricas, como en la romántica Arcadia. O romper con Europa, como ha ocurrido con el Brexit, porque Europa es la culpable de buena parte de nuestros problemas individuales y colectivos. O, más comúnmente, sustituir una estructura de ideas obsoleta y vieja por otra operativa y nueva, como pasó hace poco en Grecia y como pasa ahora en Estados Unidos.
Es decir, se quiere superar la desazón de la sociedad elevando aún más el nivel de sus expectativas, que se pretenden cumplir por el método cuasi revolucionario de cambiar radicalmente las políticas, las instituciones y las personas. Esto es, se sustituye un conjunto de promesas variadas de imposible cumplimiento por una única promesa de cambio que las engloba a todas y las supera, de aún más imposible cumplimiento, y que tiene más que ver con el estado de felicidad que con proporcionar los medios para conseguirla.
La realidad, sin embargo, es terrenal, caprichosa y tozuda, y se aviene mejor con el sacrificio y el trabajo que con la retórica de la revolución arcangélica. Las promesas de un mundo distinto y mejor de la noche a la mañana se vienen abajo pronto y o rectificas y te vuelves hacia lo posible, como le pasó a Tsipras y quizá le pase a Trump, o llevas a tu pueblo a la ruina, como está pasando en Venezuela.
No hay soluciones fáciles cuando los problemas son complejos. Los buenos hortelanos no le piden peras al olmo y saben que la buena cosecha llega arrancando las malas hierbas y poniendo en lo que haces mucho mimo y mucho trabajo. Los buenos estudiantes saben que el conocimiento solo llega gestionando adecuadamente el tiempo del estudio y el del divertimento. Los buenos padres no se limitan a dar premios, porque crean hijos frustrados y débiles. Y los buenos políticos deberían limitar sus promesas a lo posible y poner mucho mimo, mucha honestidad y mucho esfuerzo en llevarlas a cabo, porque de lo contrario convierten a las sociedades en entes proclives a seguir al primer charlatán que les promete el cielo.