Últimamente he oído a varias
personas hablar de la crisis de valores que existe en nuestra sociedad. Los que
así hablaban eran mujeres y hombres maduros, con bagaje vital y con
responsabilidades, que al mismo tiempo que se lamentaban de la situación actual
añoraban los principios que regían cuando ellos eran jóvenes. Yo tengo por
costumbre huir de la nostalgia y, además, no estoy de acuerdo con semejantes
afirmaciones. Creo que nuestra sociedad tiene muchos defectos, algunos de los
cuales prácticamente no existían hasta hace unos cuantos años. Creo, por ejemplo, que florece un desmedido
afán de protagonismo, que se confunde la gloria con la fama y la fama con el
famoseo, creo que se ha perdido el valor de la palabra empeñada, aquel por el
que nuestro padres se obligaban de por vida con un apretón de manos, creo que
se ha arruinado buena parte de la capacidad de sacrificio, que se tiene menos
tolerancia a la frustración y que muy pocas personas son capaces de empeñarse
en un proyecto que no ofrezca réditos a corto plazo, creo que valoramos
demasiado el placer y muy poco la satisfacción y creo que se miran demasiado
las formas y muy poco el interior, especialmente el de las personas.
Pero
la mayoría de los defectos de ahora son defectos de siempre, y tienen que ver
con la envidia, con la avaricia, con la vanidad, con la ambición y con las
demás lacras que vienen envenenando al espíritu humano desde que pisamos la
Tierra. Es más, no veo en la sociedad los defectos que algunos ven. Cuando oigo
hablar, por ejemplo, de que antes se cuidaba mejor a nuestros mayores, porque
se les tenía en casa hasta que fallecían, se olvida que ese cuidado se dejaba
exclusivamente en manos de las mujeres (mujeres e hijas), que se convertían en
unas esclavas más que en unas cuidadoras, mientras los hombres (marido e hijos)
seguían con su vida de amigos y tabernas, como si tal cosa. La igualdad
(todavía no consumada) entre hombres y mujeres es un buen ejemplo de lo que ha
avanzado la sociedad, pero también lo son los derechos que tienen los mayores,
cuyo mayor beneficio es no tener que depender del favor de nadie para seguir viviendo con dignidad, lo
que se consigue con una pensión justa y con un sistemas de residencias adecuado.
Detalle del cuadro de Goya Perro Semihundido |
Si
los valores de una persona se ven por la atención que dispensa a los débiles y,
en general, a los que sufren, ese mismo criterio debemos aplicar a las
sociedades. Y los débiles y, en general, los que sufren reciben ahora de sus
vecinos un trato mucho más humano que antes. Antes, por ejemplo, una muchacha
que se quedaba embarazada debía irse del pueblo o sufría un estigma social que
no se borraba de por vida. Ese trato ha cambiado totalmente, a mejor, por
supuesto. Igual que ha cambiado a mejor el trato que se dispensa a los
discapacitados, tanto a los físicos como a los intelectuales, que hasta no hace
tanto tiempo eran objeto de mofa. La tendencia sexual, la raza y la religión,
que eran criterios con los que se medía a las personas antes de conocerlas, ya
no son de aplicación generalizada. Ahora una persona es buena o no y simpática
o no, y da igual que le gusten los hombres o las mujeres, sea blanco o negro y
de misa diaria o ateo.
Cuando
se habla de la crisis de valores, se hace especial mención a los jóvenes, lo
cual es de una injusticia y una ceguera enorme. Y no solo porque en los jóvenes
están presentes en su modo más puro las virtudes que ha logrado nuestra
sociedad, sino porque ellos están sufriendo los errores de la generación que
los crío y los educó. No se puede generalizar sin caer en la injustica
particular, por supuesto, pero puede decirse que, en general, nuestros hijos
son más solidarios que nosotros, tienen menos prejuicios, están mejor formados
y son más libres y honestos. Y puede decirse que deben buscarse su futuro en un
mundo que les cierra el paso, especialmente porque nosotros, los mayores, lo
estamos ocupando. No hay más que ver quiénes son los que tienen los sueldos
altos y los contratos fijos y quiénes los sueldos bajos y la temporalidad para
percatarse de lo difícil que les resulta entrar en un mercado laboral que no
crece y está copado por sus padres.
No
veo con optimismo el mundo de ahora, en fin, pero creo que no está tan mal
armado de valores como nos dicen. Y, desde luego, creo que existe un potencial
enorme en las generaciones que vienen, que debe aprovecharse porque es de
justicia y porque nos vendría bien a todos, especialmente a los que ya tenemos
una edad y pronto dependeremos de ellos.
*Publicado en el semanario La Comarca