miércoles, 14 de enero de 2015

La ceguera



Mi mujer me dice que ronco, pero yo no me lo creo, o por lo menos no creo que sea tanto como dice. La semana pasada he tenido ocasión de viajar con Juan y compartir la habitación con él y he podido observar que está en el mismo error que su madre. También él cree que ronco. “No sé cómo mamá puede dormir contigo”, me ha asegurado. En realidad, todos los que me rodean creen que ronco mucho, pero resulta evidente que todos ellos me engañan, que todos están confundidos. ¿Quién lo va a saber mejor que yo, que soy el que más cerca está de mí mismo en todas las ocasiones? Te voy a grabar para que veas que no te miento y, entonces, ya no podrás decir que no roncas, me ha revelado Juan. Pero si eso ocurre, yo no sabré si es a mí o a otro a quien ha grabado, pues cuando lo haga yo estaré dormido. Es muy probable que grabe a otro que ronca de verdad y que me haga escuchar la grabación mientras me dice: “¿Ves? ¿Roncas o no roncas?”.


            El viaje a que me he referido ha transcurrido en parte por Francia y ha coincidido con los asesinatos realizados por islamistas radicales en París. No sé por qué mientras estaba leyendo las noticias protagonizadas por esos fanáticos me acordé de lo equivocada que está la gente con mis ronquidos. Algo en mi mente asoció de inmediato la creencia que tenían ellos de que estaban haciendo algo memorable con la creencia que tengo yo de que no ronco. Por extraño que parezca, entre su fe ciega en un ser superior al que querían vengar y mi fe ciega en que no ronco debe haber algo en común, seguramente. ¿Será la ceguera?
Detrás de mí, la sede del periódico La voix du nord, en la Grand Place de Lille

            Cuando estudiaba Filosofía, una de las corrientes que más me llamó la atención fue la del solipsismo. Recuerdo que me pareció curiosa e infantil. Para los que creían en ella –según yo entendí entonces–, el mundo existe porque existimos nosotros. Es como si existiera mientras lo estamos viendo y dejara de existir cuando cerramos los ojos. El solipsismo tiene muchos seguidores entre los niños, que se tapan con las mantas para que no se los lleve el coco, pero también tiene muchos seguidores entre los adultos, aunque ellos no lo crean. De hecho, a la escultura que representa a un mono tapándose la boca, a otro tapándose los oídos y a otro tapándose los ojos se la denomina comúnmente “los tres monos sabios”, como si esos monos fueran un ejemplo a seguir.


            Aunque ellos no lo sepan, son muchos los seguidores del solipsismo. En general, lo son todos los que solo ven a través de la fe, que siempre es su fe y de nadie más. Y son seguidores del solipsismo lo que no tienen fe alguna, pero no tienen más razón que la suya, pues cierran sistemáticamente los ojos a la razón del otro.


            Y por una ley natural, porque son más y entre ellos los habrá más inteligentes, suele ocurrir que la verdad (llámese fe o razón) está más en lado de los otros que en el nuestro. Es una mera regla estadística. Bien pensado, es lo más lógico del mundo. Pero para llegar a esa conclusión hay que pararse a pensar, claro. Y pensar, lo que se dice pensar, pensamos poco, casi nada. Nos dejamos seducir, nos dejamos convencer, nos dejamos educar y seguimos al que lleva el cencerro o al que nos da la pedrada más certera con la creencia de que vamos por nuestra voluntad, porque así es como somos o porque eso es lo que creemos, cuando la realidad es que somos como otros han querido que seamos y tenemos la fe que otros nos han inculcado.


            Ese subjetivismo extremo que es el solipsismo también afecta a la sociedad. No en vano, muchos de los que siguen una misma fe quieren que toda la sociedad se rija por las reglas de esa fe, como si no hubiera otros con derecho a ir por libre, es decir, quieren que las leyes civiles coincidan con las leyes religiosas, que siempre son las leyes de su propia religión. Es como si cuando abrieran los ojos no vieran más que lo ven cuando los tienen cerrados, esto es, su propio pensamiento y las reglas que lo rigen. Algo parecido a lo que me pasa a mí con los ronquidos, que ni me doy cuenta del ruido que hago cuando duermo ni quiero reconocer que los demás puedan tener razón cuando me lo hacen saber.


            Un mundo en el que los que roncan niegan sus sonidos es un mundo estúpido, pero no es peligroso. Lo peligroso (además de estúpido) en cerrar los ojos a la fe del otro, a la razón del otro. Malo es que anden por ahí creyentes fanáticos asesinando en nombre de Dios, pero sería peor contraponer a ese fanatismo cualquier otro fanatismo nuestro. Sería como volver todos a la Edad Media. La solución nunca puede estar en la ceguera. Si a su fanatismo contraponemos el nuestro, sería como si ellos y nosotros anduviéramos por ahí con los ojos vendados y una pistola en la mano.


            Nuestra fuerza no está en que seamos capaces de dar una respuesta superior en sentido contrario, sino en dar una respuesta distinta, con los ojos abiertos. La solución no puede estar en poner fronteras en los territorios, en las razas, en los sexos, en las religiones, sino en todo lo contrario, en borrarlas. La solución no puede ser sentirnos más iguales a la persona que habla como nosotros, que es de nuestro pueblo, de nuestro sexo, de nuestra raza y de nuestra religión, sino sentirnos más identificados con las personas que son buenas. ¿Es eso buenismo, es candidez, es ignorancia? Tal vez lo sea si lo aplicamos a todo el mundo, pero no lo es si lo aplicamos a las personas que nos rodean. Hay quien prefiere a un asesino de los nuestros antes que a uno cualquiera de los otros. Yo no. Yo prefiero a uno de los otros, sea el que sea, si el de los otros es una buena persona y no lo es el que es de mi raza, de mi patria o de mi religión.