Mi
mujer me dice que ronco, pero yo no me lo creo, o por lo menos no creo que sea
tanto como dice. La semana pasada he tenido ocasión de viajar con Juan y
compartir la habitación con él y he podido observar que está en el mismo error
que su madre. También él cree que ronco. “No sé cómo mamá puede dormir
contigo”, me ha asegurado. En realidad, todos los que me rodean creen que ronco
mucho, pero resulta evidente que todos ellos me engañan, que todos están confundidos.
¿Quién lo va a saber mejor que yo, que soy el que más cerca está de mí mismo en
todas las ocasiones? Te voy a grabar para que veas
que no te miento y, entonces, ya no podrás decir que no roncas, me ha revelado Juan.
Pero si eso ocurre, yo no sabré si es a mí o a otro a quien ha grabado, pues
cuando lo haga yo estaré dormido. Es muy probable que grabe a otro que ronca de
verdad y que me haga escuchar la grabación mientras me dice: “¿Ves? ¿Roncas o
no roncas?”.
El viaje a que me he referido ha transcurrido en parte
por Francia y ha coincidido con los asesinatos realizados por islamistas
radicales en París. No sé por qué mientras estaba leyendo las noticias protagonizadas
por esos fanáticos me acordé de lo equivocada que está la gente con mis
ronquidos. Algo en mi mente asoció de inmediato la creencia que tenían ellos de
que estaban haciendo algo memorable con la creencia que tengo yo de que no
ronco. Por extraño que parezca, entre su fe ciega en un ser superior al que querían
vengar y mi fe ciega en que no ronco debe haber algo en común, seguramente. ¿Será
la ceguera?
Detrás de mí, la sede del periódico La voix du nord, en la Grand Place de Lille |
Cuando estudiaba Filosofía, una de las corrientes que más
me llamó la atención fue la del solipsismo. Recuerdo que me pareció curiosa e
infantil. Para los que creían en ella –según yo entendí entonces–, el mundo
existe porque existimos nosotros. Es como si existiera mientras lo estamos
viendo y dejara de existir cuando cerramos los ojos. El solipsismo tiene muchos
seguidores entre los niños, que se tapan con las mantas para que no se los lleve
el coco, pero también tiene muchos seguidores entre los adultos, aunque ellos
no lo crean. De hecho, a la escultura que representa a un mono tapándose la
boca, a otro tapándose los oídos y a otro tapándose los ojos se la denomina
comúnmente “los tres monos sabios”, como si esos monos fueran un ejemplo a
seguir.
Aunque ellos no lo sepan, son muchos los seguidores del
solipsismo. En general, lo son todos los que solo ven a través de la fe, que
siempre es su fe y de nadie más. Y son seguidores del solipsismo lo que no
tienen fe alguna, pero no tienen más razón que la suya, pues cierran
sistemáticamente los ojos a la razón del otro.
Y por una ley natural, porque son más y entre ellos los
habrá más inteligentes, suele ocurrir que la verdad (llámese fe o razón) está
más en lado de los otros que en el nuestro. Es una mera regla estadística. Bien
pensado, es lo más lógico del mundo. Pero para llegar a esa conclusión hay que
pararse a pensar, claro. Y pensar, lo que se dice pensar, pensamos poco, casi
nada. Nos dejamos seducir, nos dejamos convencer,
nos dejamos educar y seguimos al que lleva el cencerro o al que nos da la
pedrada más certera con la creencia de que vamos por nuestra voluntad, porque
así es como somos o porque eso es lo que creemos, cuando la realidad es que somos como
otros han querido que seamos y tenemos la fe que otros nos han inculcado.
Ese subjetivismo extremo que es el solipsismo también
afecta a la sociedad. No en vano, muchos de los que siguen una misma fe quieren
que toda la sociedad se rija por las reglas de esa fe, como si no hubiera otros
con derecho a ir por libre, es decir, quieren que las leyes civiles coincidan
con las leyes religiosas, que siempre son las leyes de su propia religión. Es
como si cuando abrieran los ojos no vieran más que lo ven cuando los tienen
cerrados, esto es, su propio pensamiento y las reglas que lo rigen. Algo
parecido a lo que me pasa a mí con los ronquidos, que ni me doy cuenta del
ruido que hago cuando duermo ni quiero reconocer que los demás puedan tener
razón cuando me lo hacen saber.
Un mundo en el que los que roncan niegan sus sonidos es
un mundo estúpido, pero no es peligroso. Lo peligroso (además de estúpido) en
cerrar los ojos a la fe del otro, a la razón del otro. Malo es que anden por
ahí creyentes fanáticos asesinando en nombre de Dios, pero sería peor contraponer
a ese fanatismo cualquier otro fanatismo nuestro. Sería como volver todos a la
Edad Media. La solución nunca puede estar en la ceguera. Si a su fanatismo
contraponemos el nuestro, sería como si ellos y nosotros anduviéramos por ahí con
los ojos vendados y una pistola en la mano.
Nuestra fuerza no está en que seamos capaces de dar una respuesta
superior en sentido contrario, sino en dar una respuesta distinta, con los ojos
abiertos. La solución no puede estar en poner fronteras en los territorios, en
las razas, en los sexos, en las religiones, sino en todo lo contrario, en
borrarlas. La solución no puede ser sentirnos más iguales a la persona que
habla como nosotros, que es de nuestro pueblo, de nuestro sexo, de nuestra raza
y de nuestra religión, sino sentirnos más identificados con las personas que
son buenas. ¿Es eso buenismo, es
candidez, es ignorancia? Tal vez lo sea si lo aplicamos a todo el mundo, pero no
lo es si lo aplicamos a las personas que nos rodean. Hay quien prefiere a un
asesino de los nuestros antes que a uno cualquiera de los otros. Yo no. Yo
prefiero a uno de los otros, sea el que sea, si el de los otros es una buena
persona y no lo es el que es de mi raza, de mi patria o de mi religión.