Lo
que más me asombra de lo que está pasando en España es que los problemas los
están creando los que supuestamente tenían que resolverlos.
No hay que ser muy listo para darse cuenta de que los líderes políticos y
sociales, que son los que debían resolver el llamado encaje de Cataluña en
España, son los que están provocando la división dentro de Cataluña y el
desencaje de Cataluña en España. Tampoco
hace falta ser una lumbrera para percatarse de que el origen de la crisis
económica pudo haberse evitado si quienes detentaban el poder en las cajas
hubieran procurado más el interés de la institución que el suyo propio, si los
supervisores hubieran actuado con más diligencia y si las instituciones
públicas no se hubieran sumado a la orgía del derroche y de la fiesta
permanente. Y, por no extenderme más, no hace falta ser un lince para percibir
que quienes detentan el poder en los ayuntamientos, en las diputaciones, en las
comunidades autónomas, en el Estado, en los sindicatos, en las organizaciones
empresariales, etc, son los responsables de la desafección de la ciudadanía
hacia la clase dirigente, porque no pocos de ellos (lo que se ve es solo la
punta del iceberg) han antepuesto sus intereses personales a los públicos, en
numerosas ocasiones metiendo la mano en la caja, algunas veces de forma
impúdica y en otras hasta jactanciosa y hortera.
Todos ellos han
sido elegidos. Todos ellos han contado con el voto mayoritario de los
ciudadanos o de los asociados. Todos ellos estaban donde estaban y están donde
están porque España es un país democrático en el que el presidente de una
comunidad de vecinos es elegido por los todos los vecinos, el presidente de un
sindicato es elegido por todos los asociados y el Presidente del Gobierno es
elegido por los diputados, que a su vez son elegidos por sufragio universal.
Y han sido
elegidos de entre los mismos electores. En otro tiempo, los gobernantes
pertenecían a otra clase social. Eran terratenientes, o grandes propietarios, o
dueños de grandes empresas o, en todo caso, señores principales, en tanto que
los gobernados eran de una clase social inferior. Antes, parecía lógico que los
gobernantes miraran por los intereses de quienes pertenecían a su clase, que
era más elevada y ajena al pueblo llano. Ahora, no. Ahora los gobernantes han
salido del pueblo, son iguales que los que los han elegido. El líder de un
sindicato es simple afiliado, el Presidente del Gobierno solo es un ciudadano y
el presidente de una comunidad de vecinos es un vecino más.
Los miembros de
una comunidad cualquiera deberían conocer la actitud del candidato a un cargo
de gobierno antes del proceso de elección. Deberían saber si el candidato
está decidido a no tener más recompensa que (vanidad aparte) la del deber
cumplido. Deberían saber si está dispuesto a dedicar buena parte de su tiempo
libre a la gestión de la comunidad, a tomar la decisión
correcta aunque ello le granjee enemistades y a no echarse dinero al bolsillo. Y si no está
resuelto a hacer todo eso, deberían optar por otro candidato, aunque fuera
menos simpático, aunque hablara peor, e incluso aunque fuera menos inteligente.
En
la democracia lo fundamental no es el voto, sino el voto cada cierto número de
años, de manera que el cuerpo electoral pueda rectificar después de conocer la
diferencia entre las expectativas que se creó y los resultados definitivos.
Los miembros de una comunidad
cualquiera deberían sospechar de las sonrisas y de los halagos y mirar con más
frecuencia cómo está la caja. Los miembros de una
comunidad de vecinos deberían sospechar del presidente que organiza muchas fiestas
y luego pide derramas, deberían pensar que algo no anda bien cuando se buscan
muchas explicaciones para lo que se explica fácilmente y cuando se les quiere
hacer ver que todo está bien pero el edificio en el que viven tiene goteras.
Los
ciudadanos deberían sospechar de los dirigentes que salen demasiado en la foto,
de los que hablan y hablan y hablan, de los que no ven más errores que los del
contrario, de los que viajan gratis a costa del presupuesto, de los que no saben
qué hacer cuando dejen el cargo, de los que nunca piden perdón, de los que no
le dedican tiempo a la familia porque dicen que se lo dedican al cargo, de los
que se gastan más en subvencionar a los clubes grandes que a las escuelas y de
los que dedican a los festejos populares el dinero que le niegan a la
educación.
Los ciudadanos deberían sospechar
de los que los sacan a la calle con himnos y con banderas.
Deberían sospechar de las convocatorias públicas, cuyo fin es utilizarlos como
arma arrojadiza para conseguir un fin que casi siempre es distinto del que se
explicita. Deberían pensar en qué momento dejan de ser lo que son para convertirse
en una parte ínfima de la masa.
Los ciudadanos
deberían sospechar que algo no anda bien en el sistema cuando hasta sus
representantes políticos más cercanos (los concejales) cobran por asistir a las
sesiones de los órganos colegiados (los plenos y las comisiones), cuando las asociaciones a las
que pertenecen reciben subvenciones para lo más intrascendente y cuando bajan
los impuestos en vísperas de elecciones. Si lo hicieran así, no se extrañarían
tanto cuando descubrieran que los consejeros de Bankia tienen tarjetas de crédito opacas, que los diputados y los senadores viajen gratis por España sin el deber
de justificar nada y que los líderes del sindicato al que pertenecen se gastan
el dinero de la formación en mariscadas. Porque lo uno (el lado amable) y lo otro
(el lado oscuro) forman parte de una misma cultura, de la que ellos son
partícipes.
En vísperas de lo que se avecina, los
ciudadanos deberían sospechar que lo imposible tiene un costo elevadísimo que
deberán pagar ellos y sus hijos. Deberían sospechar que
nada es gratis, que todo cuesta trabajo y que nadie, salvo el que viene a
engañarlos, da duros a peseta. Deberían pensar que las recompensas son para el
que se las merece y que todo lo malo es susceptible de empeorar. Es lo
que suele ocurrir cuando uno, desesperado, deja un médico malo y, en lugar de
buscarse otro mejor, se pone en las manos de un curandero.