sábado, 8 de noviembre de 2014

Las fiestas y las derramas



            Lo que más me asombra de lo que está pasando en España es que los problemas los están creando los que supuestamente tenían que resolverlos. No hay que ser muy listo para darse cuenta de que los líderes políticos y sociales, que son los que debían resolver el llamado encaje de Cataluña en España, son los que están provocando la división dentro de Cataluña y el desencaje de Cataluña en  España. Tampoco hace falta ser una lumbrera para percatarse de que el origen de la crisis económica pudo haberse evitado si quienes detentaban el poder en las cajas hubieran procurado más el interés de la institución que el suyo propio, si los supervisores hubieran actuado con más diligencia y si las instituciones públicas no se hubieran sumado a la orgía del derroche y de la fiesta permanente. Y, por no extenderme más, no hace falta ser un lince para percibir que quienes detentan el poder en los ayuntamientos, en las diputaciones, en las comunidades autónomas, en el Estado, en los sindicatos, en las organizaciones empresariales, etc, son los responsables de la desafección de la ciudadanía hacia la clase dirigente, porque no pocos de ellos (lo que se ve es solo la punta del iceberg) han antepuesto sus intereses personales a los públicos, en numerosas ocasiones metiendo la mano en la caja, algunas veces de forma impúdica y en otras hasta jactanciosa y hortera.


            Todos ellos han sido elegidos. Todos ellos han contado con el voto mayoritario de los ciudadanos o de los asociados. Todos ellos estaban donde estaban y están donde están porque España es un país democrático en el que el presidente de una comunidad de vecinos es elegido por los todos los vecinos, el presidente de un sindicato es elegido por todos los asociados y el Presidente del Gobierno es elegido por los diputados, que a su vez son elegidos por sufragio universal. 


            Y han sido elegidos de entre los mismos electores. En otro tiempo, los gobernantes pertenecían a otra clase social. Eran terratenientes, o grandes propietarios, o dueños de grandes empresas o, en todo caso, señores principales, en tanto que los gobernados eran de una clase social inferior. Antes, parecía lógico que los gobernantes miraran por los intereses de quienes pertenecían a su clase, que era más elevada y ajena al pueblo llano. Ahora, no. Ahora los gobernantes han salido del pueblo, son iguales que los que los han elegido. El líder de un sindicato es simple afiliado, el Presidente del Gobierno solo es un ciudadano y el presidente de una comunidad de vecinos es un vecino más.

           



         

            Los miembros de una comunidad cualquiera deberían conocer la actitud del candidato a un cargo de gobierno antes del proceso de elección. Deberían saber si el candidato está decidido a no tener más recompensa que (vanidad aparte) la del deber cumplido. Deberían saber si está dispuesto a dedicar buena parte de su tiempo libre a la gestión de la comunidad, a tomar la decisión correcta aunque ello le granjee enemistades y a no echarse dinero al bolsillo. Y si no está resuelto a hacer todo eso, deberían optar por otro candidato, aunque fuera menos simpático, aunque hablara peor, e incluso aunque fuera menos inteligente.

En la democracia lo fundamental no es el voto, sino el voto cada cierto número de años, de manera que el cuerpo electoral pueda rectificar después de conocer la diferencia entre las expectativas que se creó y los resultados definitivos. 
     

Los miembros de una comunidad cualquiera deberían sospechar de las sonrisas y de los halagos y mirar con más frecuencia cómo está la caja. Los miembros de una comunidad de vecinos deberían sospechar del presidente que organiza muchas fiestas y luego pide derramas, deberían pensar que algo no anda bien cuando se buscan muchas explicaciones para lo que se explica fácilmente y cuando se les quiere hacer ver que todo está bien pero el edificio en el que viven tiene goteras.

Los ciudadanos deberían sospechar de los dirigentes que salen demasiado en la foto, de los que hablan y hablan y hablan, de los que no ven más errores que los del contrario, de los que viajan gratis a costa del presupuesto, de los que no saben qué hacer cuando dejen el cargo, de los que nunca piden perdón, de los que no le dedican tiempo a la familia porque dicen que se lo dedican al cargo, de los que se gastan más en subvencionar a los clubes grandes que a las escuelas y de los que dedican a los festejos populares el dinero que le niegan a la educación.


Los ciudadanos deberían sospechar de los que los sacan a la calle con himnos y con banderas. Deberían sospechar de las convocatorias públicas, cuyo fin es utilizarlos como arma arrojadiza para conseguir un fin que casi siempre es distinto del que se explicita. Deberían pensar en qué momento dejan de ser lo que son para convertirse en una parte ínfima de la masa.
  

            Los ciudadanos deberían sospechar que algo no anda bien en el sistema cuando hasta sus representantes políticos más cercanos (los concejales) cobran por asistir a las sesiones de los órganos colegiados (los plenos y las comisiones), cuando las asociaciones a las que pertenecen reciben subvenciones para lo más intrascendente y cuando bajan los impuestos en vísperas de elecciones. Si lo hicieran así, no se extrañarían tanto cuando descubrieran que los consejeros de Bankia tienen tarjetas de crédito opacas, que los diputados y los senadores viajen gratis por España sin el deber de justificar nada y que los líderes del sindicato al que pertenecen se gastan el dinero de la formación en mariscadas. Porque lo uno (el lado amable) y lo otro (el lado oscuro) forman parte de una misma cultura, de la que ellos son partícipes.

 En vísperas de lo que se avecina, los ciudadanos deberían sospechar que lo imposible tiene un costo elevadísimo que deberán pagar ellos y sus hijos. Deberían sospechar que nada es gratis, que todo cuesta trabajo y que nadie, salvo el que viene a engañarlos, da duros a peseta. Deberían pensar que las recompensas son para el que se las merece y que todo lo malo es susceptible de empeorar. Es lo que suele ocurrir cuando uno, desesperado, deja un médico malo y, en lugar de buscarse otro mejor, se pone en las manos de un curandero.