Uno
se siente aturdido, se asombra y se desmorona cuando lee la prensa,
especialmente con las estos días. ¿Qué enfermedad no habrá en el fondo de esta
sociedad (¿o solo debo decir clase política?), cuando lo que se ve a simple
vista es tan repugnante y tan purulento? Después de un tiempo de silencio, dudo
hasta el mismo momento de arrancar de nuevo sobre si debo escribir sobre esto o
sobre el paseo que di el domingo pasado. Escribo sobre lo que ocurre en la
sociedad para ordenar mis ideas, para saber lo que pienso, para ir más allá de
la respuesta primera, que es emocional y anárquica. Cuando escribo sobre los
paseos, lo hago con el afán de regodearme en lo que he vivido y para dar a
conocer lo que he visto, que casi siempre es un lugar cercano a aquel en el que
habito.
Si
lo primero me resulta doloroso, lo segundo me provoca placer. Uno, además, es
muy consciente de la limitada capacidad de influencia que tiene y lee por ahí
artículos que le provocan admiración, mucho mejores y de más enjundia que los
que podrían publicarse en esta página, artículos a los que, sin embargo,
también se les hace poco caso. Uno debe vencer la tendencia natural a quedarse
en eso que ahora se llama la esfera del confort cuando se pone a pensar, porque
pensar es trabajoso y porque expresar los pensamientos siempre es subversivo y
genera turbulencias a tu alrededor. Uno, en fin, tiene los reflejos un poco
oxidados y debe volver a hilar palabras poco a poco y por donde le gusta, en el
llano, que tiempo habrá de ponerse a prueba por terrenos más angostos y espinosos.
Por
si fuera poco, la ruta del domingo pasado fue especialmente hermosa. Alguien,
de cuyo nombre no puedo acordarme, me la dibujó hace algunos años y yo conservaba
el papel en mi casa. Es muy conocida, y he visto varias referencias a ella en
internet (aquí, una de ellas), especialmente para ciclistas, si bien en estos
casos es circular y se completa con un tramo por la N-420 que es del todo
inadecuado para los caminantes. Nosotros fuimos con dos coches. Uno lo dejamos
a la entrada del cordel de los Colladillos (entre los kms 97 y 98), que es
donde terminaba el recorrido, y nos fuimos con el otro hasta la explanada que
hay al pie de las rocas donde se hallan las pinturas rupestres de Peñaescrita,
que son monumento histórico artístico nacional desde el año 1924. Para
llegar hasta allí, hay que tomar el camino asfaltado que sale hacia el Este
entre los kms. 102 y 103, optar por el camino de la derecha en el primer cruce
(el primero lleva hasta la cueva de la Batanera, donde también hay pinturas
rupestres) y seguir adelante durante
unos cuatros kilómetros, en un recorrido que deja a la izquierda el campo de
fútbol de Fuencaliente, atraviesa el río Cereceda, que aguas arriba forma el
singular paraje de Las Lastras, y pasa junto a varias edificaciones
abandonadas.
En
la explanada de Peñaescrita echamos pie a tierra y nos pusimos a caminar. La
vía es fácil de seguir y no tiene perdedero. Comienza entre dos pequeños
pingones que antaño sostuvieron una cadena y sube poco a poco hacia el Este.
Primero, por la falda de uno de los montes que forman la cuerda de Dornilleros
y, enseguida, tras atravesar el arroyo Peña Escrita, por las faldas de la
cuerda de Navalmanzano, cuyas crestas poderosas se van quedando a la izquierda
del caminante (precisamente una de ellas, la de La Bañuela, es con sus 1332
metros la cima más alta de toda Sierra Morena), en tanto a la derecha se queda
el angosto valle del arroyo Navalmanzano.
El
camino es bueno, muy bueno diría yo, porque debe ser apto para dejar paso a la
maquinaria que tala los pinos y los lleva a los aserraderos. Nosotros nos
encontramos máquinas paradas a ambos lados del camino y junto a un centro donde
se deposita la madera, vimos carteles que anuncian a los visitantes el riesgo
de toparse con una de ellas en funcionamiento y vimos algunos lugares donde
habían estado actuando. En ese tramo de la ruta el bosque es casi
exclusivamente de coníferas, todo él, menos un pequeño rodal, consecuencia de
repoblaciones recientes. Debe andarse un poco más para hallar el típico bosque
mediterráneo, en el que ahora lucen especialmente los madroños y los enebros, y
que en las zonas más húmedas conserva algunos rodales de helechos.
La
casa de Navalmanzano, que está en ruinas, es el punto de inflexión del recorrido.
A partir de ahí, la ruta gira hacia el Oeste y, tras pasar entre un bosque de
roble melojo, sigue el curso del río del mismo nombre, formando durante un
corto trayecto límite con Andalucía. El camino discurre por aquí en paralelo al
de otro lado del río, cuyo trazado se ve en la lejanía bajo los imponentes
riscos de la sierra, que desde esa distancia se disfrutan en todo su esplendor.
Tras
bajar de cota unos trecientos metros, el camino atraviesa el río por un puente
estrecho y discurre pegado a él por su margen derecha durante algo más de dos
kilómetros. El bosque por aquí es de galería, y en él alternan los alisos con
los fresnos, bajo los que se cierra un espeso sotobosque de zarzas y
enredaderas, e incluso de algunas viñas silvestres, que aún conservan los
racimos, en algunos tramos confundidos con las aceitunas de los olivos sobre
las que se sustentan.
En
este último tramo vimos una curiosidad constructiva: varias paredes de cercados
hechas con una primera línea de piedras, una segunda con una suerte de adobe y una
tercera con ramas, barro y piedras, a manera de albardilla. El adobe también se
había utilizado en una casa de campo de las inmediaciones, que sin embargo se
había reformado con materiales más modernos. No muy lejos de la casa, estaba el
primer coche. Para llegar hasta él, aún tuvimos que cruzar otro río, el
Pardillo.