La fotografía
no es un arte como los demás, en el que el resultado depende única y
exclusivamente de la capacidad del artista. Si un cuadro excelente es la consecuencia
exclusiva de la actuación de un pintor y una novela magistral lo es de la de un
escritor, en una buena fotografía suele haber (además) un componente azaroso.
Aprovechar el momento depende de la capacidad del fotógrafo, efectivamente, pero
también depende del momento mismo y de su contenido, que unas veces llega de
una forma y otras, de otra. La misión del fotógrafo es trabajarse el azar para
tener más oportunidades y mejores, al menos cuando no se trata de realizar una
foto de estudio.
El fotógrafo y
lo fotografiado son dos de los tres elementos necesarios para la fotografía. El
otro, es la cámara fotográfica. Las cámaras y, en general, toda la técnica
relacionada con la fotografía ha evolucionado en unos pocos años de una forma increíble.
Y lo ha hecho a mejor. Si antes una buena foto necesitaba de la aportación imprescindible
de un buen fotógrafo y de una cámara al menos mediana, que sólo unos pocos
tenían, ahora casi cualquier persona puede disponer de una buena cámara con la que
realizar cientos o miles de fotos. Y las cámaras miden la luz, la distancia y
la sensibilidad necesaria, aparte de disponer de un montón de funciones más,
como si está sonriendo o no la persona que posa.
Ahora, el
fotógrafo no gasta carretes, sino capacidad de almacenaje, lo que es tanto como
no gastar, por lo que puede hacer miles de fotografías en modo automático y
tratarlas luego en el ordenador. La proliferación de fotografías, junto con los
programas de tratamiento de imágenes, ha hecho que disminuya el componente azaroso
para un fotógrafo concreto. Y ya no le hace falta tanta formación ni tanta pericia.
Le basta con disparar un montón de veces, extraer luego las que más le gusten y
mejorarlas un poco en su casa.
La
proliferación de cámaras ha hecho, además, que el mundo esté sometido permanentemente
al ojo escrutador de las cámaras. Cualquier teléfono móvil tiene hoy una cámara
más que aceptable con la que se pueden hacer fotografías cuando el hecho
imprevisible está ocurriendo. Como ya no hay suceso sin reporteros, el azar no
es el de la fotografía, que siempre llega, sino el del fotógrafo.
La fotografía,
en fin, es un arte que se ha democratizado mucho. Y que está en auge. Hay muy
pocos fotógrafos muy buenos, pero hay mucha gente que hace buenas fotografías, incluso
muy buenas, aunque no sean buenos fotógrafos.
El domingo
pasado unos cuantos amigos (varios de ellos aficionados a la fotografía),
tuvimos la oportunidad de hacer montones de fotos de un paisaje verdaderamente
espectacular, y alguna de ellas no debió de salirnos demasiado mala. El paisaje
en cuestión es el que se divisa desde el cerro del castillo de Puebla de
Alcocer, en Badajoz, a donde llegamos a media mañana, después de haber bordeado
y cruzado el pantano de la Serena envueltos en la niebla. La niebla,
afortunadamente, estaba abajo, en los llanos, no en lo alto del cerro, donde el
panorama no era muy distinto del que se divisa desde un avión que sobrevuela un
mar de nubes
En la cima del
monte hay un bar-restaurante (La alacena
del castillo, se llama). Mientras tomábamos en él un café, la niebla de
abajo empezó a disiparse, dejando a la vista el territorio más próximo al
castillo, donde se halla, hacia el Norte, la localidad de Puebla de Alcocer y,
hacia el Sur, la de Esparragosa de Lares, y tapando el resto del territorio,
especialmente el valle del Zújar, cubierto en buena parte por las aguas del
pantano de La Serena.
Desde el cerro
del castillo, al que se accede por una estrecha carretera que sube desde Puebla
de Alcocer, salen dos senderos. Uno, hacia el Norte, que baja hasta Puebla de
Alcocer y, otro, hacia el Sur, que lleva hasta la ermita de la Virgen de la Cueva
y, atravesando la ermita, hasta Esparragosa. Lo de atravesando la ermita no es
una exageración, como pudimos comprobar personalmente. De hecho, el otro día la
ermita estaba cerrada y debimos retroceder y volver a la carretera, por la que bajamos
como un kilómetro, hasta la primera curva, donde tomamos un camino empedrado y
muy cómodo que sale hacia la izquierda, por el que solo un poco antes había
pasado el numeroso grupo de ciclistas que habíamos visto descansando en lo alto
del cerro. La vista mientras se baja es maravillosa, especialmente en esta
época del año, con los campos verdes y las flores punteando de colores el borde
de los senderos.
Por el camino
se llega a Esparragosa en media hora, no más. En las afueras, junto a la ermita
del Cristo del Consuelo, nos hicimos la foto de grupo. Tomamos una cerveza en
el centro de Esparraguera, donde coincidimos con los ciclistas, y nos volvimos
por el mismo camino, dicho sea grosso modo. Arriba, en el restaurante La alacena del castillo, que tiene una extraordinaria
vista del valle, nos esperaba una buena comida y una mejor compañía, como nos dijo
un buen amigo. A casa volvimos poco después con las pilas cargadas y la tarjeta
de la cámara llena de fotografías.