Para
meternos en ambiente, un amigo tuvo el buen acuerdo de ponernos en el autocar
que nos llevaba a Lisboa una grabación del programa Documentos, de Radio
Nacional de España, sobre la Revolución de Los Claveles, de 1974. Según se
decía en él, los gobernantes de la dictadura seguían temiendo por aquel tiempo
una invasión de España, lo que los obligaba a tener militares disponibles en la
metrópoli a pesar de que estaban desarrollando varias guerras en las colonias. Algo
después de un año de la Revolución, el 27 de septiembre de 1975, con ocasión de las protestas
contra los últimos fusilamientos del franquismo, se produjo el asalto y la destrucción de la embajada de España en Lisboa, un hecho singular que no se dio
en ninguna otra parte del mundo, salvo en la misma Portugal, donde fueron atacados los consultados de Oporto y Évora. Todavía hoy, una parte de la
sociedad portuguesa reivindica la soberanía de las poblaciones de Olivenza y
Táliga, de la provincia de Badajoz, que, sin embargo, muy pocos españoles saben
ubicar en la Historia y en el mapa.
Por
decirlo de otro modo, mientras los portugueses vivían hasta hace poco temiendo
a los españoles y teniéndolos como enemigos, los españoles vivían de espaldas a
Portugal y a los portugueses. Una realidad estúpida, ajena por completo a los
intereses de ambas sociedades, que se va borrando con la desaparición de la
frontera urdida artificialmente a lo largo de la Historia, como he podido
comprobar en mis últimos viajes a Portugal, de los que he dado cuenta en esta
página.
El
viajero que –como nosotros hicimos durante el pasado fin de semana– se adentre
en Portugal no nota gran diferencia con España. Para los españoles, Portugal es
un extranjero light poblado de gente
con la que es fácil sintonizar porque te entiende y la entiendes, porque es
culturalmente como tú y tiene tus mismas ideas y tus mismos problemas. Los
portugueses han tenido un pasado glorioso, como los españoles, y, como los
españoles, tienen un presente difícil y un futuro lleno de nubarrones.
El
pasado glorioso de Portugal, precisamente, está presente por todas partes. La
presencia del pasado en el presente resulta en cierta manera antinatural y
agobiante, algo que suele suceder a las sociedades que no se resignan a dejar
de ser lo que fueron. A mi juicio, es un lastre importante para enfrentarse al
futuro. Lo fue para Portugal, que quiso ser una potencia colonial cuando ya no
había más colonias que las suyas y desangró a su sociedad mandando a sus hijos
más jóvenes a unas guerras sin sentido y obligándolos a realizar un servicio
militar de cuatro años en la mejor etapa de su vida, y lo es para todas aquellas
sociedades o individuos que tienen más recuerdos que ilusiones.
Nuestro
viaje ha coincidido con el puente del Día de Andalucía, que según el artículo 3
del Estatuto de Autonomía de esta Comunidad Autónoma es el 28 de febrero. Este Estatuto,
que fue aprobado en un referéndum al que acudió a votar un exiguo 36,28% del
electorado, incluye un amplísimo preámbulo que recoge párrafos como el
siguiente:
La interculturalidad de prácticas, hábitos y
modos de vida se ha expresado a lo largo del tiempo sobre una unidad de fondo
que acrisola una pluralidad histórica, y se manifiesta en un patrimonio
cultural tangible e intangible, dinámico y cambiante, popular y culto, único
entre las culturas del mundo.
De
ese batiburrillo de ideas, “único entre las culturas del mundo” es lo único que
se entiende. En realidad, todo el preámbulo es un intento de justificar el hecho
diferencial, que, según parece, hunde
sus raíces en lo más remoto de la Historia:
Andalucía,
a lo largo de su historia, ha forjado una robusta y sólida identidad que le
confiere un carácter singular como pueblo, asentado desde épocas milenarias en un
ámbito geográfico diferenciado, espacio de encuentro y de diálogo entre
civilizaciones diversas.
Lo
que viene a decir que eran andaluces todos los que a lo largo de la Historia
han vivido en lo que ahora es Andalucía, como los tartesos, los romanos, los
visigodos y los árabes, y que todos ellos vivieron en paz y armonía, cuando la
realidad es que ninguno de ellos tenía conciencia de Andalucía como pueblo, sino
conciencia de que eran tartesos, romanos, visigodos o árabes, y la realidad es
que unos invadieron a otros, y que sobre el territorio que hoy es Andalucía ha
habido unos cuantos años de tolerancia hacia el diferente y muchos más de
intolerancia hacia el diferente o incluso hacia el igual que pensaba de otro
modo. En fin, que ni Séneca ni Trajano eran andaluces, sino romanos, ni lo fue
Averroes, que pertenecía al contexto social de Al-Ándalus, que se ubicaba en un
ámbito geográfico distinto del actual y poco tenía que ver con la cultura andaluza
de hoy.
La Historia de
Andalucía no es la Historia del pueblo andaluz, sino la Historia de los distintos
pueblos que a los largo de los siglos han ocupado lo que ahora es Andalucía. No
creo que para configurar un proyecto común, la Andalucía salida del Estatuto,
haya que echar mano del pasado, sino de la voluntad. Un proyecto es, por
definición, una operación de futuro. En el futuro es donde deben estar los
espacios de encuentro y los diálogos entre civilizaciones diversas. Todos los
días vemos en los telediarios a lo que conduce la manipulación política de la
Historia y la agrupación de los individuos en pueblos y naciones: al
levantamiento de fronteras, a la disgregación de esfuerzos y al odio hacia el
diferente.
No lo puedo
remediar, igual que me da cierto repelús eso de pueblo vasco o pueblo catalán,
me da cierto repelús lo de pueblo andaluz o pueblo español. Yo prefiero que la
gente sean individuos antes que miembros de una colectividad, y que se
consideren también miembros de una colectividad más amplia. Los andaluces, que
se consideren también españoles; los españoles, que se consideren también europeos,
y los europeos, que se consideren llamados a liderar un proyecto mundial de paz
y de tolerancia.
Fuimos el 28F a
Lisboa, en fin, un lugar hermoso y cercano al que siempre me gusta volver. Y no
debimos pasar fronteras, ni cambiar moneda. Hablamos en el autocar y durante
las comidas, vimos un poco de la ciudad y de sus alrededores (no tanto como
para quitarnos la ilusión de volver pronto) y practicamos el noble ejercicio de
la amistad.