viernes, 7 de marzo de 2014

Lisboa



                Para meternos en ambiente, un amigo tuvo el buen acuerdo de ponernos en el autocar que nos llevaba a Lisboa una grabación del programa Documentos, de Radio Nacional de España, sobre la Revolución de Los Claveles, de 1974. Según se decía en él, los gobernantes de la dictadura seguían temiendo por aquel tiempo una invasión de España, lo que los obligaba a tener militares disponibles en la metrópoli a pesar de que estaban desarrollando varias guerras en las colonias. Algo después de un año de la Revolución, el 27 de septiembre de 1975, con ocasión de las protestas contra los últimos fusilamientos del franquismo, se produjo el asalto y la destrucción de la embajada de España en Lisboa, un hecho singular que no se dio en ninguna otra parte del mundo, salvo en la misma Portugal, donde fueron atacados los consultados de Oporto y Évora. Todavía hoy, una parte de la sociedad portuguesa reivindica la soberanía de las poblaciones de Olivenza y Táliga, de la provincia de Badajoz, que, sin embargo, muy pocos españoles saben ubicar en la Historia y en el mapa.


                Por decirlo de otro modo, mientras los portugueses vivían hasta hace poco temiendo a los españoles y teniéndolos como enemigos, los españoles vivían de espaldas a Portugal y a los portugueses. Una realidad estúpida, ajena por completo a los intereses de ambas sociedades, que se va borrando con la desaparición de la frontera urdida artificialmente a lo largo de la Historia, como he podido comprobar en mis últimos viajes a Portugal, de los que he dado cuenta en esta página.



                El viajero que –como nosotros hicimos durante el pasado fin de semana– se adentre en Portugal no nota gran diferencia con España. Para los españoles, Portugal es un extranjero light poblado de gente con la que es fácil sintonizar porque te entiende y la entiendes, porque es culturalmente como tú y tiene tus mismas ideas y tus mismos problemas. Los portugueses han tenido un pasado glorioso, como los españoles, y, como los españoles, tienen un presente difícil y un futuro lleno de nubarrones.
                 El pasado glorioso de Portugal, precisamente, está presente por todas partes. La presencia del pasado en el presente resulta en cierta manera antinatural y agobiante, algo que suele suceder a las sociedades que no se resignan a dejar de ser lo que fueron. A mi juicio, es un lastre importante para enfrentarse al futuro. Lo fue para Portugal, que quiso ser una potencia colonial cuando ya no había más colonias que las suyas y desangró a su sociedad mandando a sus hijos más jóvenes a unas guerras sin sentido y obligándolos a realizar un servicio militar de cuatro años en la mejor etapa de su vida, y lo es para todas aquellas sociedades o individuos que tienen más recuerdos que ilusiones.
                 Nuestro viaje ha coincidido con el puente del Día de Andalucía, que según el artículo 3 del Estatuto de Autonomía de esta Comunidad Autónoma es el 28 de febrero. Este Estatuto, que fue aprobado en un referéndum al que acudió a votar un exiguo 36,28% del electorado, incluye un amplísimo preámbulo que recoge párrafos como el siguiente:

La interculturalidad de prácticas, hábitos y modos de vida se ha expresado a lo largo del tiempo sobre una unidad de fondo que acrisola una pluralidad histórica, y se manifiesta en un patrimonio cultural tangible e intangible, dinámico y cambiante, popular y culto, único entre las culturas del mundo.
                 De ese batiburrillo de ideas, “único entre las culturas del mundo” es lo único que se entiende. En realidad, todo el preámbulo es un intento de justificar el hecho diferencial, que, según  parece, hunde sus raíces en lo más remoto de la Historia:

Andalucía, a lo largo de su historia, ha forjado una robusta y sólida identidad que le confiere un carácter singular como pueblo, asentado desde épocas milenarias en un ámbito geográfico diferenciado, espacio de encuentro y de diálogo entre civilizaciones diversas. 
                   Lo que viene a decir que eran andaluces todos los que a lo largo de la Historia han vivido en lo que ahora es Andalucía, como los tartesos, los romanos, los visigodos y los árabes, y que todos ellos vivieron en paz y armonía, cuando la realidad es que ninguno de ellos tenía conciencia de Andalucía como pueblo, sino conciencia de que eran tartesos, romanos, visigodos o árabes, y la realidad es que unos invadieron a otros, y que sobre el territorio que hoy es Andalucía ha habido unos cuantos años de tolerancia hacia el diferente y muchos más de intolerancia hacia el diferente o incluso hacia el igual que pensaba de otro modo. En fin, que ni Séneca ni Trajano eran andaluces, sino romanos, ni lo fue Averroes, que pertenecía al contexto social de Al-Ándalus, que se ubicaba en un ámbito geográfico distinto del actual y poco tenía que ver con la cultura andaluza de hoy.
 La Historia de Andalucía no es la Historia del pueblo andaluz, sino la Historia de los distintos pueblos que a los largo de los siglos han ocupado lo que ahora es Andalucía. No creo que para configurar un proyecto común, la Andalucía salida del Estatuto, haya que echar mano del pasado, sino de la voluntad. Un proyecto es, por definición, una operación de futuro. En el futuro es donde deben estar los espacios de encuentro y los diálogos entre civilizaciones diversas. Todos los días vemos en los telediarios a lo que conduce la manipulación política de la Historia y la agrupación de los individuos en pueblos y naciones: al levantamiento de fronteras, a la disgregación de esfuerzos y al odio hacia el diferente.


No lo puedo remediar, igual que me da cierto repelús eso de pueblo vasco o pueblo catalán, me da cierto repelús lo de pueblo andaluz o pueblo español. Yo prefiero que la gente sean individuos antes que miembros de una colectividad, y que se consideren también miembros de una colectividad más amplia. Los andaluces, que se consideren también españoles; los españoles, que se consideren también europeos, y los europeos, que se consideren llamados a liderar un proyecto mundial de paz y de tolerancia.
 Fuimos el 28F a Lisboa, en fin, un lugar hermoso y cercano al que siempre me gusta volver. Y no debimos pasar fronteras, ni cambiar moneda. Hablamos en el autocar y durante las comidas, vimos un poco de la ciudad y de sus alrededores (no tanto como para quitarnos la ilusión de volver pronto) y practicamos el noble ejercicio de la amistad.