Acabo
de ver en la dos un documental sobre la relación entre Hitler y Mussolini que
ha sacado numerosas veces a los dos dictadores paseando ante multitudes con los
brazos levantados y totalmente entregadas a ellos. El manejo de ideas tan fácilmente
identificables como propias y, sin embargo, tan fáciles de llenar de contenido
por los embaucadores, como nación, libertad o pueblo, mezclado con signos
exteriores identificadores, como himnos, como banderas o como uniformes,
hicieron que las masas estuvieran formadas por personas fanáticas o, por lo
menos, ciegas, y que siguieran comportamientos que ahora nos parecen
increíbles, que iban desde el principio contra sus propios intereses y llevaban
irremediablemente a su autodestrucción.
Hace
poco vi otro documental sobre la I Guerra Mundial, de cuyo inicio se cumplen
ahora cien años. Lo que más me llamó la atención de aquel programa fue la
alegría con que la población se tomaba el estallido de la contienda. Montones
de jóvenes de todos los países involucrados se alistaron voluntarios
inmediatamente, como si ir a la guerra fuera ir de paseo y, sobre todo, como si
las ideas que le habían inculcado quienes los llevaban al matadero fueran las
únicas posibles en sus sociedades.
Los
líderes son capaces de llevar a las masas ciegas por los caminos que quieran,
sea en la democracia o fuera de ella. Los ciudadanos no se dan cuenta de que no
piensan por sí mismos, ignoran casi siempre que su pensamiento es el fruto de
la mala educación y de la propaganda pura y dura a que se ven sometidos por los
dirigentes políticos y por quienes comparten con ellos intereses, que casi
siempre son distintos de los suyos. Prefieren a los grandes oradores, a los que
les hablan de un futuro de más felicidad y menos trabajo, que a los que se
limitan a trabajar por el día a día y les piden que trabajen. Los ciudadanos
quieren vivir con ilusión y, por eso, se dejan seducir por los aventureros de
la política antes que por los que les muestran un camino lleno de sacrificios.
Y los ciudadanos se encuentran más cómodos en el porvenir del colectivo
(pueblo, nación, patria) que en el porvenir que sólo depende de ellos.
La
lucidez es un bien escaso siempre, y es un bien a proteger. Ante el paso del
duce, alguien tuvo que darse cuenta de que aquel arrebato nacionalista era el
manejo de un tirano. Ante las filas de muchachos que se apuntaban para ir a la
guerra, alguien tuvo percatarse de que el verdadero enemigo de la sociedad eran
sus propios dirigentes. Siempre hay alguien que aparta la cortina de los
sentimientos inculcados y las ideas que se asumen como propias pero son
producto de la propaganda y ve más allá de lo evidente. Los individuos
constituidos en ciudadanos, especialmente cuando pierden su personalidad para
sumarse a los movimientos de masas, deberían escuchar a quien les recuerda que antes
de nada deben ser ellos mismos.
Los
lúcidos no son bien recibidos por los líderes, porque desmontan sus manejos, ni
son bien recibidos por las masas, que al oírlos pierden la alegría con que van
cantando hacia el abismo. Los lúcidos, en fin, son unos aguafiestas. Eso es lo
que viene a expresarse una y otra vez en Todo
lo que era sólido, el libro genial de Antonio Muñoz Molina, un hombre
lúcido donde los haya.
Debo
decir que empecé a subrayar lo importante del libro y que pronto me di cuenta
de que debía subrayarlo todo, porque todo en él es importante y porque cada una
de las líneas tiene una enjundia digna de recordarse y de aplicarse. Todo el
libro, en fin, es una claraboya que entra en el conocimiento propio e ilumina
lo que está dentro de nosotros con una luz cegadora. Por eso no me he propuesto
hacer un resumen de él ni un comentario porque no creo que lo consiguiera sin
quitarle mérito. Explica lo que ha pasado en España y lo que está pasando
todavía. Y como él proviene del campo de la izquierda, resulta especialmente
clarificador para quienes se autoproclaman de izquierdas.
Deberían
tenerlo como libro de cabecera los dirigentes políticos. Debería estudiarse en
las escuelas. Y deberían leerlo y asimilarlo todos los ciudadanos,
especialmente los que están dispuestos a salir corriendo, a voz en grito,
detrás del primero que enarbole una bandera.