Nuestros hijos
son antes que nada ellos mismos, siempre diferentes de nosotros, por lo que nuestros
gustos no tienen por qué coincidir con los suyos. Ocurre, sin embargo, que nos
empeñamos en que hagan lo que a nosotros nos gusta y queremos que desarrollen
las capacidades que nosotros hubiéramos querido tener, sin pensar que eso no
tiene por qué hacerlos felices o, incluso, que puede condenarlos a la
desgracia. A veces persistimos en el error y los obligamos hasta más allá de lo
razonable sólo porque queremos realizar nuestros sueños a través de ellos, en
lugar de ayudarles a que lleven a cabo los suyos.
Cuando el
padre es despótico, la realización personal a través del hijo acaba siempre con
el hijo convertido en un monstruo lleno de destrezas que se exhiben públicamente
para mayor gloria de su progenitor (no estaría mal que lo tuvieran en cuenta
quienes dirigen algunos programas de televisión).
El Estado absoluto
y despótico no pretende la felicidad de sus ciudadanos, sino la persistencia
del régimen. Es un espíritu frustrado que somete a la tortura de horas y horas
de ensayos a los más maleables y débiles de sus hijos para exhibirlos luego como
sinónimo de éxito personal, como si pudieran redimirlo una niña campeona de gimnasia
o unos niños pequeños tocando la guitarra con una destreza antinatural.