Como
consecuencia del enorme despoblamiento que sufrió Torrecampo a partir de los
años cincuenta del pasado siglo, más de la mitad de su parque de viviendas se
quedó vacío, lo que finalmente conllevó que en el casco urbano existieran unas
quinientas casas unifamiliares de porte tradicional, reformadas por sus
propietarios y en perfectas condiciones de habitabilidad, para ser usadas únicamente
durante las fiestas, algún tramo de las vacaciones y unos cuantos fines de semana
más, es decir, durante los periodos que los emigrantes vuelven a su pueblo.
Hace muchos
años, dado que algunas personas ajenas a la localidad, atraídas por su
tranquilidad y su belleza, llegaban al Ayuntamiento de Torrecampo preguntando
por una casa para alquilar durante sus vacaciones, sugerí a las autoridades
locales que realizaran una campaña de captación de viviendas vacías para
ponerlas a disposición de terceros como alojamiento turístico. El Ayuntamiento aceptó
la sugerencia y yo mismo encabecé un proyecto en tal sentido que, dado que
necesitaba inevitablemente del compromiso de la sociedad local, tuvo como
primer objetivo el de intentar convencerla de los valores que se pretendían
vender. No fuimos capaces, fue inútil. La tranquilidad a la que hacíamos mención
no era observada como un bien que otros podían demandar, sino como una pesada
carga de la que había que huir cuanto antes, y cuando se pensaba en la belleza
como potencial reclamo turístico, sólo venía a las mentes de quienes querían
escucharnos los paisajes con monasterios, iglesias románicas y castillos, con
montañas altas y escarpadas y con ríos trucheros, nada que ver con lo que había
por estas tierras, que eran pueblos de casas sencillas, bosques de dehesas,
arroyos estacionales y campos secos una buena parte del año.
Han pasado
veinte años de aquello y, aunque ahora vienen cada curso a Torrecampo varios
alumnos de dos liceos franceses para hacer prácticas en diversas empresas de la
localidad y el pueblo les gusta (porque repiten), y aunque hay varias casas
rurales en el término municipal y bastantes más en los pueblos de al lado, las
ideas de los habitantes de estas tierras sobre los méritos de su propio entorno
como bien a explotar, tanto en Torrecampo como en el resto de Los Pedroches, no
han cambiado sustancialmente.
Viene a cuento
todo esto porque nuestro paseo dominguero lo hemos realizado esta vez por el
municipio más turístico de Los Pedroches, Cardeña, y porque en una de sus
aldeas, Aldea del Cerezo, abandonada por sus habitantes en los años sesenta y
vuelta a abandonar como centro de turismo rural en el año 2006, nos hemos
topado con una pareja del sur de la provincia de Córdoba que estaba buscando un
lugar de Los Pedroches donde vivir. Y viene esto a cuento porque desde hace
tiempo vengo pensando que la solución al progresivo decaimiento de esta tierra
no vendrá de la mano de sus habitantes (incapaces de quererse a sí mismos más
allá del aprecio que le tienen a las remembranzas de unas cuantas fiestas
subvencionadas que se tienen por populares, más acostumbrados al desacuerdo que
a la unión y, en general, más dispuestos a valorar lo momio que lo procedente
del sacrificio), sino de gente de fuera, por lo que habría que promover
campañas para favorecer un repoblamiento que aliviara la economía, despertase
las voluntades y regenerara los pensamientos.
Para ver el mapa en Wikiloc, pincha sobre la imagen |
El caso es que
nuestro grupo, casualmente más numeroso de lo habitual, salió de la Venta del
Charco en dirección a Aldea del Cerezo cuando eran las nueve de la mañana, más
o menos, de un extraordinario día de sol, impropio de la época en la estábamos,
que había llegado después de unas cuantas jornadas de lluvias ligeras. Estos
parajes, que se hallan dentro del parque natural Sierra de Cardeña y Montoro,
son los más beneficiados por las lluvias de toda la provincia de Córdoba y eso
se nota en cuanto sales al campo. Las dehesas, que por Los Pedroches son casi
siempre de encinas, son aquí también de roble melojo, un árbol que imprime un
sello especial a estos paisajes, especialmente en otoño, a medida que van amarilleando,
pues es de los pocos de hoja caduca que hay por estas tierras, al margen de los
que forman los bosques de galería.
Siempre digo
que lo mejor es visitar nuestros campos a primera hora de la mañana entre el
otoño y la primavera, cuando el sol se vislumbra entre las ramas de los árboles
y el rocío o la escarcha hacen brillar las hojas y la hierba. Mientras
andábamos, yo me demoré varias veces intentando captar ese brillo en las fotografías.
Al aficionado a andar con una cámara colgada al cuello también le resultará
distraído aspirar a obtener la profundidad del paisaje cuando el camino llega a
la cumbre de un altozano desde el que se divisan los montes que rodean la
cuenca del río Yeguas, que lleva sus aguas al Guadalquivir. Y le apetecerá aprehender,
primero, los intensos colores de las huertas y bosques que rodean a Aldea del
Cerezo por ese lado y, luego, cuanto hay de armonía en los edificios derruidos
y en los restaurados, e incluso en la soledad y el abandono de las casas.
Esto último es
difícil en días como el que escogimos. Resulta que había una “quedada” ciclista
en Cardeña y nada menos que trescientos aficionados a la bicicleta pasaron por
Aldea del Cerezo en un largo goteo a la misma hora que nosotros procedentes de
Venta del Charco y en dirección a Azuel. A ellos había que añadirles unos
cuantos caminantes y otros visitantes ocasionales que habían ido en coche para
disfrutar del día y del paisaje. Un conjunto no muy numeroso, pero lo
suficientemente grande como para percibir que hay futuro en la explotación
sostenible de la tranquilidad y de la belleza de aquellos parajes, cuyas casas van a volver a rehabilitarse con fines turísticos.
Yo,
precisamente por lo que he dicho un poco más arriba, intentaba antes la fórmula
de ofrecérsela casi gratis a personas con ganas de trabajar allí. Hay
profesiones y oficios que pueden realizarse desde cualquier parte y
profesionales, artesanos y artistas desencantados de las grandes ciudades,
amantes de la naturaleza y de lo sostenible, que verían complacidas sus
expectativas vitales pudiendo vivir de su trabajo en lugares como este. A ellos
les vendría bien una oferta semejante y les vendría bien a la sociedad de Los
Pedroches, que necesita urgentemente un cambio de mentalidad si quiere ofrecerle
a sus hijos un futuro en su propia tierra.
En Aldea del
Cerezo hay un mirador, que aprovecha un depósito de aguas, desde el que se
divisa la llanura del norte y Sierra Madrona. Después otear el horizonte desde su
plataforma, tomamos el camino de Cardeña. La ruta no es aquí ni tan fresca ni
tan hermosa, no hay roble melojo y de vez en cuando te encuentras con un coche.
El caminante, en todo caso, disfruta de la compañía, del placer del ejercicio y
del paisaje de la dehesa. Y tiene el consuelo de que pronto llegará a la meta.
En Cardeña,
la meta por esta vez, había un movimiento inusual para estas tierras. A los
ciclistas, que se habían quedado a comer junto con algunos de sus allegados,
había que sumarles las personas que se habían desplazado desde las fincas de
los alrededores y los viajeros ocasionales desplazados desde Córdoba. No
pudimos comernos todo el lechón que hubiéramos querido, porque se acabó en el
restaurante de la plaza donde, en una terraza a la sombra, nos sentamos a
comer, pero disfrutamos otros productos de la zona.
Como nos dijo
la señorita que tan amablemente nos sirvió, habíamos sido los primeros en
sentarnos e íbamos a ser los últimos en levantarnos: no había prisa ninguna, nos
recomendó ella y reconocimos nosotros. La temperatura era ideal y lo más
sensato era aprovechar la tarde sin hacer nada. Luego, cuando ya no había casi
nadie en la plaza de la Independencia Local de Cardeña, abandonamos la terraza,
cogimos nuestros coches y felices y cansados nos volvimos a casa.