A veces, el
viaje supera las expectativas que uno se ha creado y vuelve a su casa henchido
de gozo. A veces, el paisaje nos abruma y se queda prendido en nuestros ojos
durante varias jornadas. A veces, nos perdemos, o nos metemos en algún
atolladero, o nos cansamos más de la cuenta. A veces, uno vuelve con la
sensación de que ha aprendido mucho de la charla y a veces con el
estremecimiento de que el cuerpo es independiente de uno y opera sus propias
conclusiones y se rebela.
A veces, uno
viaja más lejos o por más días y, después de visitar algunos parajes, algunas
gentes o algunas ruinas, tiene la impresión de que ha estado en otra época, ni
mejor ni peor, sino distinta. No en vano, viajar en el tiempo es posible a poco
que vayamos a lugares donde el tiempo se ha detenido.
Y a veces,
sólo muy escasas veces, uno siente la emoción de haber viajado a un mundo
ficticio, como de película o de cuento. Eso es lo que sentí el domingo pasado
cuando visité a Felipe Ferreiro, un verdadero personaje de novela, en su casa,
la Venta de la Inés.
El valle de Alcudia |
La renombrada
venta del Alcalde o de la Inés está situada en el Camino Real de la Plata o de
las Ventas, que unía Córdoba con Toledo por Alcolea, Adamuz y Conquista. El
domingo pasado, Rafael y yo dejamos el coche a la entrada del túnel de El
Horcajo y empezamos a andar por ese camino hacia el Norte,
justo en el punto donde un rótulo en forma de flecha marca al caminante la
dirección de la mencionada venta y a unos cuantos metros de un grupo de
ciervas, que no parecían asustarse con nuestra presencia.
El camino está
marcado como “Ruta de don Quijote” y, a tenor de lo que indican los postes que
cada poco trecho lo jalonan, es apto para discapacitados en silla de ruedas. A
mí me pareció ancho y cómodo para hacerlo a pie, y que por él podían pasar todo
tipo de vehículos, pero se me antojó un poco duro para hacerlo en silla de
ruedas, por lo pedregoso y por lo empinado.
De hecho, unos cientos de metros más allá de pasar por debajo de las vías del AVE, el camino gira a la derecha, deja a la izquierda el arroyo del Robledillo, que estaba seco, y a la nada empieza a gatear por el lado sur de la sierra de la Umbría de Alcudia, entre un denso bosque de coníferas. El puerto (928 metros) lo sube en apenas dos trazadas y lo baja en otras dos, que con el tramo inicial hacen poco más de cinco kilómetros.
De hecho, unos cientos de metros más allá de pasar por debajo de las vías del AVE, el camino gira a la derecha, deja a la izquierda el arroyo del Robledillo, que estaba seco, y a la nada empieza a gatear por el lado sur de la sierra de la Umbría de Alcudia, entre un denso bosque de coníferas. El puerto (928 metros) lo sube en apenas dos trazadas y lo baja en otras dos, que con el tramo inicial hacen poco más de cinco kilómetros.
Al coronar el
puerto y pasar la reja canadiense que hay en él, el caminante deja atrás el
pequeño valle de El Escorial y tiene frente a sí el enorme valle de Alcudia,
cuya vista seguirá pudiendo contemplar entre los árboles. Entre los árboles,
allá abajo y bastante cerca, el caminante verá una casa grande junto a una
laguna artificial, y a la izquierda de la casa grande, a unas decenas de metros
y en el mismo camino, varias edificaciones antiguas y de mucho menor rango. La
primera de éstas, que casualmente está casi siempre tapada por las ramas de los
árboles, es la venta de la Inés.
Cuando llegamos a ella serían las nueve y media de la mañana y estaba cerrada. En una de las casas que hay más adelante, utilizada ahora como corral de lo que parecía una rehala, varios perros nos ladraron con muy malas pulgas. Iba a preguntarle a un muchacho que apareció tras los perros por el dueño de la venta, cuando entre los dos árboles que la flanquean apareció un hombre mayor, vestido con unos pantalones azules de faena que se ajustaba al talle con un cinturón estrecho muy por debajo de la cinturilla y dejaban dentro la parte baja de una camisa clara y de un jersey de trenzas.
Volvimos sobre sobre nuestros pasos y lo saludamos. Nosotros ya sabíamos que aquel hombre era Felipe Ferreiro, porque lo habíamos visto en los vídeos y en las fotografías con una planta similar y un similar vestuario. “¿Es usted Felipe?”, le preguntamos a modo de introducción. “Hemos venido a conocer la venta y a conocerlo a usted”. A nuestro lado, un cartelón protegido por un tejadillo de madera debía indicar lo histórico y lo literario del lugar donde nos hallábamos, pero era inoperante por completo, dado su pésimo estado de conservación. Había otro cartel debajo sobre un poste de madera y otro suelto y colocado sobre una de las banquetas apostadas delante de la fachada del edificio. En esa misma fachada, a la izquierda de la cortina que protege de las moscas la entrada del edificio, según la posición del observador, una inscripción daba cuenta de que estábamos frente a la venta de la Inés, citada por Miguel de Cervantes en Rinconete y Cortadillo.
Cuando llegamos a ella serían las nueve y media de la mañana y estaba cerrada. En una de las casas que hay más adelante, utilizada ahora como corral de lo que parecía una rehala, varios perros nos ladraron con muy malas pulgas. Iba a preguntarle a un muchacho que apareció tras los perros por el dueño de la venta, cuando entre los dos árboles que la flanquean apareció un hombre mayor, vestido con unos pantalones azules de faena que se ajustaba al talle con un cinturón estrecho muy por debajo de la cinturilla y dejaban dentro la parte baja de una camisa clara y de un jersey de trenzas.
Volvimos sobre sobre nuestros pasos y lo saludamos. Nosotros ya sabíamos que aquel hombre era Felipe Ferreiro, porque lo habíamos visto en los vídeos y en las fotografías con una planta similar y un similar vestuario. “¿Es usted Felipe?”, le preguntamos a modo de introducción. “Hemos venido a conocer la venta y a conocerlo a usted”. A nuestro lado, un cartelón protegido por un tejadillo de madera debía indicar lo histórico y lo literario del lugar donde nos hallábamos, pero era inoperante por completo, dado su pésimo estado de conservación. Había otro cartel debajo sobre un poste de madera y otro suelto y colocado sobre una de las banquetas apostadas delante de la fachada del edificio. En esa misma fachada, a la izquierda de la cortina que protege de las moscas la entrada del edificio, según la posición del observador, una inscripción daba cuenta de que estábamos frente a la venta de la Inés, citada por Miguel de Cervantes en Rinconete y Cortadillo.
Venta de la Inés |
Después de
hablarnos un buen rato en la puerta, Felipe nos invitó a entrar en la venta.
“Dentro está la niña, mi hija, que está inválida y no se puede mover de una
silla”, nos indicó. Ya antes nos había dicho que su mujer, a la que había
estado cuidando hasta hacía muy poco tiempo, estaba gravemente enferma y pasaba
sus últimos días en una residencia de Brazatortas. Su hija, con el pelo corto,
de apariencia menuda y frágil, estaba sentada junto a la chimenea, no lejos de
un almanaque de María Auxiliadora, y nos recibió con una sonrisa. Felipe
Ferreiro siguió adentro con el hilo del mismo discurso que tenía afuera: los
caminos públicos cortados por El Poderoso, la fuente del Alcornoque, citada en
el XII capítulo de El Quijote, invisible para el público desde que al Poderoso
le dio por cortar el camino de acceso, lo mismo que la cueva de la Inés (cuya
fotografía, por cierto, presidía la estancia desde una de las paredes), a la
que sólo se podía acceder un número determinado de sábados al año previa
autorización de la Consejería de Cultura, la ocupación por El Poderoso del
cauce público del arroyo Tablillas, cuya gestión pertenece a la confederación hidrográfica
del Guadalquivir, y así sucesivamente, con un afrenta detrás de otra, en la que
al cabo había sido cómplice o consentidora la Administración, la Autoridad y la
Justicia, a la que debía sumarse la mala suerte de haber dado en el patio de la
venta con una vena de agua tan ferruginosa que era puro veneno, por lo que ahora
no podía utilizarla nada más que para regar el huertecillo, en tanto que para
beber debía proveerse de agua traída de fuera, pues El Poderoso le había
cortado su fuente de suministro habitual.
En medio de su
discurso, Felipe Ferreiro nos trajo un libro de firmas de solidaridad con su
causa, el cuarto de una serie que nos mostró por completo, y lo depositó sobre el
hule floreado que cubría la mesa, junto a varias ristras de pimientos rojos
secos, y allí, sentados entre los dos arcos de ladrillo visto que flanqueaban el
hogar, delante de los pimientos secos, bajo la mirada inquieta de Carmen, la
niña de nuestra edad, su hija, y envueltos en el cadencioso ritmo del discurso
de Felipe, pusimos una frase solidaria y estampamos nuestra firma en el libro.
Al cabo de
algo más de una hora, Felipe nos dio unos pocos tomates hermosísimos de los que
tenía en un cubo de plástico y nos despedimos de él. Mientras subíamos en
sentido inverso el puerto camino de El Horcajo, Rafael y yo hablamos de lo que
habíamos visto y oído con la emoción de quien ha estado en un lugar extraño. Vivir
justo al lado de quien te produce la afrenta y no dejar hacer al olvido debe de
ser terrible, convinimos, y más en unas condiciones personales tan precarias. Quizá
su único consuelo sean los que como nosotros acuden a visitarlo y a mostrarle,
privada y públicamente, su apoyo. Lo malo del trajín de tanta gente, sin
embargo, es que uno debe de acabar por no saber muy bien qué parte de ti eres tú
y qué parte es ya tu personaje.