miércoles, 23 de octubre de 2013

Felipe Ferreiro, de la Venta de la Inés

A veces, el viaje supera las expectativas que uno se ha creado y vuelve a su casa henchido de gozo. A veces, el paisaje nos abruma y se queda prendido en nuestros ojos durante varias jornadas. A veces, nos perdemos, o nos metemos en algún atolladero, o nos cansamos más de la cuenta. A veces, uno vuelve con la sensación de que ha aprendido mucho de la charla y a veces con el estremecimiento de que el cuerpo es independiente de uno y opera sus propias conclusiones y se rebela.
A veces, uno viaja más lejos o por más días y, después de visitar algunos parajes, algunas gentes o algunas ruinas, tiene la impresión de que ha estado en otra época, ni mejor ni peor, sino distinta. No en vano, viajar en el tiempo es posible a poco que vayamos a lugares donde el tiempo se ha detenido.
Y a veces, sólo muy escasas veces, uno siente la emoción de haber viajado a un mundo ficticio, como de película o de cuento. Eso es lo que sentí el domingo pasado cuando visité a Felipe Ferreiro, un verdadero personaje de novela, en su casa, la Venta de la Inés.

El valle de Alcudia
La renombrada venta del Alcalde o de la Inés está situada en el Camino Real de la Plata o de las Ventas, que unía Córdoba con Toledo por Alcolea, Adamuz y Conquista. El domingo pasado, Rafael y yo dejamos el coche a la entrada del túnel de El Horcajo y empezamos a andar por ese camino hacia el Norte, justo en el punto donde un rótulo en forma de flecha marca al caminante la dirección de la mencionada venta y a unos cuantos metros de un grupo de ciervas, que no parecían asustarse con nuestra presencia.
El camino está marcado como “Ruta de don Quijote” y, a tenor de lo que indican los postes que cada poco trecho lo jalonan, es apto para discapacitados en silla de ruedas. A mí me pareció ancho y cómodo para hacerlo a pie, y que por él podían pasar todo tipo de vehículos, pero se me antojó un poco duro para hacerlo en silla de ruedas, por lo pedregoso y por lo empinado.
      De hecho, unos cientos de metros más allá de pasar por debajo de las vías del AVE, el camino gira a la derecha, deja a la izquierda el arroyo del Robledillo, que estaba seco, y a la nada empieza a gatear por el lado sur de la sierra de la Umbría de Alcudia, entre un denso bosque de coníferas. El puerto (928 metros) lo sube en apenas dos trazadas y lo baja en otras dos, que con el tramo inicial hacen poco más de cinco kilómetros.
Al coronar el puerto y pasar la reja canadiense que hay en él, el caminante deja atrás el pequeño valle de El Escorial y tiene frente a sí el enorme valle de Alcudia, cuya vista seguirá pudiendo contemplar entre los árboles. Entre los árboles, allá abajo y bastante cerca, el caminante verá una casa grande junto a una laguna artificial, y a la izquierda de la casa grande, a unas decenas de metros y en el mismo camino, varias edificaciones antiguas y de mucho menor rango. La primera de éstas, que casualmente está casi siempre tapada por las ramas de los árboles, es la venta de la Inés.
      Cuando llegamos a ella serían las nueve y media de la mañana y estaba cerrada. En una de las casas que hay más adelante, utilizada ahora como corral de lo que parecía una rehala, varios perros nos ladraron con muy malas pulgas. Iba a preguntarle a un muchacho que apareció tras los perros por el dueño de la venta, cuando entre los dos árboles que la flanquean apareció un hombre mayor, vestido con unos pantalones azules de faena que se ajustaba al talle con un cinturón estrecho muy por debajo de la cinturilla y dejaban dentro la parte baja de una camisa clara y de un jersey de trenzas.
       Volvimos sobre sobre nuestros pasos y lo saludamos. Nosotros ya sabíamos que aquel hombre era Felipe Ferreiro, porque lo habíamos visto en los vídeos y en las fotografías con una planta similar y un similar vestuario. “¿Es usted Felipe?”, le preguntamos a modo de introducción. “Hemos venido a conocer la venta y a conocerlo a usted”. A nuestro lado, un cartelón protegido por un tejadillo de madera debía indicar lo histórico y lo literario del lugar donde nos hallábamos, pero era inoperante por completo, dado su pésimo estado de conservación. Había otro cartel debajo sobre un poste de madera y otro suelto y colocado sobre una de las banquetas apostadas delante de la fachada del edificio. En esa misma fachada, a la izquierda de la cortina que protege de las moscas la entrada del edificio, según la posición del observador, una inscripción daba cuenta de que estábamos frente a la venta de la Inés, citada por Miguel de Cervantes en Rinconete y Cortadillo.
Venta de la Inés
      Felipe Ferreiro no necesitó mucha más introducción para empezar a mostrarse como era. Y era más literario aún de la forma en que lo habíamos imaginado. Hablaba de seguido, sin repetir las palabras y sin tropezar en ellas, con oraciones completas más propias del lenguaje escrito que del oral, como si leyera o recitara un texto que se sabía de memoria. Su discurso era tan coherente y tan lógico que resultaba extraño en la boca de una persona supuestamente rústica y poco formada. En ese discurso se sucedían en perfecto orden las historias relacionadas con la venta, los datos biográficos de las personas que mencionaba, como el torero Corchaíto o su abuelo gallego, los párrafos que venían al pelo de las novelas de Cervantes y la memoria de los agravios a que se había visto y se veía sometido por el dueño de la finca que lo rodeaba por completo, La Cotofía, al que se refería como “El Poderoso”.

Después de hablarnos un buen rato en la puerta, Felipe nos invitó a entrar en la venta. “Dentro está la niña, mi hija, que está inválida y no se puede mover de una silla”, nos indicó. Ya antes nos había dicho que su mujer, a la que había estado cuidando hasta hacía muy poco tiempo, estaba gravemente enferma y pasaba sus últimos días en una residencia de Brazatortas. Su hija, con el pelo corto, de apariencia menuda y frágil, estaba sentada junto a la chimenea, no lejos de un almanaque de María Auxiliadora, y nos recibió con una sonrisa. Felipe Ferreiro siguió adentro con el hilo del mismo discurso que tenía afuera: los caminos públicos cortados por El Poderoso, la fuente del Alcornoque, citada en el XII capítulo de El Quijote, invisible para el público desde que al Poderoso le dio por cortar el camino de acceso, lo mismo que la cueva de la Inés (cuya fotografía, por cierto, presidía la estancia desde una de las paredes), a la que sólo se podía acceder un número determinado de sábados al año previa autorización de la Consejería de Cultura, la ocupación por El Poderoso del cauce público del arroyo Tablillas, cuya gestión pertenece a la confederación hidrográfica del Guadalquivir, y así sucesivamente, con un afrenta detrás de otra, en la que al cabo había sido cómplice o consentidora la Administración, la Autoridad y la Justicia, a la que debía sumarse la mala suerte de haber dado en el patio de la venta con una vena de agua tan ferruginosa que era puro veneno, por lo que ahora no podía utilizarla nada más que para regar el huertecillo, en tanto que para beber debía proveerse de agua traída de fuera, pues El Poderoso le había cortado su fuente de suministro habitual.
     En medio de su discurso, Felipe Ferreiro nos trajo un libro de firmas de solidaridad con su causa, el cuarto de una serie que nos mostró por completo, y lo depositó sobre el hule floreado que cubría la mesa, junto a varias ristras de pimientos rojos secos, y allí, sentados entre los dos arcos de ladrillo visto que flanqueaban el hogar, delante de los pimientos secos, bajo la mirada inquieta de Carmen, la niña de nuestra edad, su hija, y envueltos en el cadencioso ritmo del discurso de Felipe, pusimos una frase solidaria y estampamos nuestra firma en el libro.
Al cabo de algo más de una hora, Felipe nos dio unos pocos tomates hermosísimos de los que tenía en un cubo de plástico y nos despedimos de él. Mientras subíamos en sentido inverso el puerto camino de El Horcajo, Rafael y yo hablamos de lo que habíamos visto y oído con la emoción de quien ha estado en un lugar extraño. Vivir justo al lado de quien te produce la afrenta y no dejar hacer al olvido debe de ser terrible, convinimos, y más en unas condiciones personales tan precarias. Quizá su único consuelo sean los que como nosotros acuden a visitarlo y a mostrarle, privada y públicamente, su apoyo. Lo malo del trajín de tanta gente, sin embargo, es que uno debe de acabar por no saber muy bien qué parte de ti eres tú y qué parte es ya tu personaje.

    * Entre otros muchos lugares de internet, hay información sobre la Venta de la Inés aquí, aqui y aquí, y videos aquí, aquí y aquí (el último, sobre una visita de Guadamatilla).