A lo largo de mi vida he practicado
varios deportes, pero nunca había ido a un gimnasio. Lo veía como un recinto
donde la gente estaba demasiado pendiente de su cuerpo, cuando no ensimismada
con él. No había juego en el gimnasio, ni rivalidad, ni contienda, ni búsqueda
del equilibrio mental, sino una aburrida repetición de ejercicios en un ambiente
superficial y, en algunos casos, narcisista que buscaban mejorar la parte más a
la vista de sus usuarios.
En los últimos tiempos, yo había leído algunos artículos ponderando las bondades de los gimnasios, especialmente para la gente mayor. Y había leído que el ejercicio de andar (el único que practicaba) no retrasa por sí solo la pérdida de masa muscular, algo común con la edad. Pero ni por esas quería ir a un gimnasio, pues era más fuerte la idea previa que tenía. Si acabé asistiendo a uno, fue por no oír más a mi mujer, cuyas repetidas razones para que la acompañara al que ella iba tuve durante mucho tiempo por cancamusas.
Ahora, con el paso de los meses y la experiencia acumulada, puedo afirmar que estaba equivocado. Los gimnasios —especialmente si son como al que asisto— no solo ayudan a frenar el deterioro físico propio de la edad, sino que también se convierten en una valiosa fuente de equilibrio mental. Pero la cuestión más importante, la que quiero abordar aquí, es la del prejuicio. ¿Qué me habían hecho a mí los gimnasios, para que yo tuviera esa idea equivocada de ellos? Evidentemente la causa no estaba en los gimnasios mismos ni en la gente que iba a ellos, que no ha cambiado, sino en mí. ¿Tenía yo alguna inseguridad relacionada con mi cuerpo que proyectaba sobre los demás? ¿Había tenido alguna experiencia negativa, había sentido alguna mirada incómoda, tenía celos o envidia de quienes eran más guapos y más fuertes que yo? Algo de eso habría, o quizá de todo un poco.
La realidad de este prejuicio sugiere la existencia de otros, que deben hallarse agazapados en las sombras de mi conciencia. Yo escribo y opino públicamente. ¿Lo hago con libertad, consciente y desde un punto de vista crítico, sin ideas previas que determinen lo que voy a pensar? ¿Tengo una ideología que condicione mis ideas, por ejemplo? ¿Las condicionan mi contexto social, mi situación económica, mi entorno familiar, los medios de comunicación a los que accedo? Leo continuamente a gente que opina en una sola dirección, cuyas razones sobre cualquier tema son lineales y previsibles. ¿Soy así yo? ¿Deben los que me leen leer luego a otros porque no se fían de mí, porque piensan que mi verdad debe confrontarse siempre con otra verdad?
Y si es así (y así debe ser), ¿qué filtros aplicó? ¿Qué gafas me pongo para ver la realidad? ¿Qué hace que mi juicio no sea limpio y neutral, sino estereotipado y automático? ¿Qué sesgos hay detrás de mi sentido común?
Y lo más importante, ¿estoy dispuesto a superar mis miedos y mis prejuicios? Si alguien me señalara los errores sistemáticos de mis análisis y me situara frente a la realidad del espejo, ¿lo aceptaría y lo agradecería o se activaría en mí un mecanismo de defensa que tacharía de cancamusas esas razones?