martes, 15 de julio de 2025

Una siesta de tres horas

Desde que me jubilé, duermo a demanda, así que, salvo que deba cumplir con un compromiso externo, nunca pongo el despertador, confiado en la natural sabiduría de mi cuerpo. La consecuencia es que me sigo levantando temprano, pero no tanto como cuando trabajaba, y que sigo haciendo una siesta después de comer, normalmente en un sillón. Y eso ocurre cuando estoy en mi casa y cuando estoy fuera, que ahora es la mayor parte del tiempo. No duermo mucho, en fin, pero duermo más adaptado a mi propio ciclo biológico y la consecuencia es que nunca tengo somnolencia.

El caso es que hace unos días, estando en Islantilla, en la casa de unos amigos, me sucedió algo que se sale de lo dicho y yo creo que hasta de lo normal. No había bebido mucho ni había comido copiosamente, vaya eso por delante. Ni había hecho nada fuera de lo común excepto ir a comprar unos chocos al mercado de Isla Cristina, tomar el sol debajo de una sombrilla (que es como lo tomo siempre) y bañarme durante un rato en el Atlántico, cuyas aguas no estaban más frías de lo habitual. Ya digo que mi cuerpo estaba como siempre cuando, tras tomarme una manzanilla, en lugar de dejar que el sueño me venciera en un sillón, me fui a dormir a la cama.

¿Sería eso? ¿Sería que el cuerpo al verse envuelto en el pijama y tendido bocarriba sobre las sábanas supuso que era de noche y se dejó ir? Yo doy gracias «por los minutos que preceden al sueño», como hizo Borges en su Otro poema de los dones. Y los valoro mucho. Esa modorra. Ese abandono. Ese placer de desaparecer poco a poco hasta convertirse en nada. Pero aquel día caí en la cama como el que se hunde en un agujero, como si me hubieran dado un porrazo en la nuca, como un bebé. Y nada recuerdo excepto que cuando me desperté habían pasado tres horas. ¡Tres horas! Lo sé porque miré el reloj mientras aún estaba tendido y porque volví a mirarlo cuando estaba sentado en la cama, atónito, intentando adivinar en qué parte del mundo y en qué tiempo del mundo estaba.

Y lo sé por el cachondeo con que me recibieron mi mujer y mis amigos en la sala de estar. «Te has acostado hasta con pijama. ¡Con razón has estado tres horas dormido!», me dijo Carmen. Yo aún estaba desconcertado. Había pasado varias veces por las fases 1 y 2 del sueño ligero, por la del sueño profundo y por la fase REM y debía haber soñado que me faltaba alguna asignatura para acabar la carrera de Derecho, que es uno de los sueños recurrentes que tengo, porque tenía una flojera como de estudiante fracasado.

«Creo que esta noche voy a tardar en dormirme», dije al cabo de unos segundos, ya en todo mi conocimiento. No fue así, sin embargo. Salimos, dimos una vuelta, nos tomamos algo y, al final del día, me dormí como siempre, dando las gracias «al divino laberinto de los efectos y de las causas» por los minutos que preceden al sueño.