Para
los nacionalistas, una nación no es una suma de individuos, sino una
unidad anterior y superior al individuo, al que se instruye al estilo
de las religiones o, en casos más extremos, al que se adoctrina y
ampara como hacen las sectas. Si en las sectas el individuo es feliz
aplicando las sencillas reglas de un catecismo y entregando la
resolución de sus problemas al líder, que le enseña un camino de
liturgias y cánticos que lo llevan al éxtasis, en el nacionalismo
extremo el individuo es feliz aplicando las sencillas reglas de una
ideología excluyente y siguiendo con himnos y banderas al líder,
que le muestra el camino hacia un futuro pleno de venturas.
El
nacionalismo, el romanticismo y el liberalismo nacieron a finales del
siglo XVIII casi a la vez, auspiciados por la burguesía, que
respaldó el concepto de soberanía nacional frente al poder absoluto
del rey y lo dotó de un componente estético y emocional. A los
creadores del nacionalismo nunca les importaron los individuos, sino
el conjunto (la nación), que dominaban ellos en su propio beneficio,
hasta el punto de que durante mucho tiempo se consideró que solo
tenían derecho a voto algunos ciudadanos (los que tenían
determinados bienes o un mínimo nivel educativo, por ejemplo) que
actuaban como instrumento de la Nación, por ser los que contaban con
más información o asumían una mayor responsabilidad. El
nacionalismo siempre ha pretendido la exaltación de lo propio en
perjuicio de lo ajeno, a lo que ha considerado inferior, igual que a
los diferentes, siempre ha premiado, en fin, la desigualdad, y tiene
en el fondo un componente supremacista.
Por
eso, a los teóricos de la izquierda nunca les fue cómodo el
concepto de nación. Siempre prefirieron considerar a los individuos
iguales y libres, hablaran el idioma que hablaran, fuera de la raza
que fueran y vivieran donde vivieran, ya fuese a un lado o a otro de
las fronteras. De hecho, Karl Marx y Friedrich Engels incluyeron el
famoso y muy seguido lema “¡Proletarios de todos los países,
uníos!” en su Manifiesto del Partido Comunista, aunque ya se venía
utilizando con anterioridad.
Ni
siquiera Rosa Luxemburgo y Lenin aceptaron el concepto de nación tal
y como lo mantenían los nacionalistas, a pesar de que les tocó
vivir uno de los momentos más álgidos del nacionalismo, como fue el
de los prolegómenos de la I Guerra Mundial, y siempre aceptaron la
primacía de los intereses de la clase obrera a los intereses de la
nación y la lucha de clases a la reivindicación de la independencia
nacional.
Por
eso no entiendo que un partido de izquierdas sea nacionalista, y
mucho menos que lo sea un partido de extrema izquierda. No entiendo,
por ejemplo, que un individuo de izquierdas de Barcelona considere a
un obrero de Lérida y a otro de Teruel antes como naturales de
Lérida o de Teruel que como obreros. Y lo entiendo menos si ese
individuo de izquierdas ha nacido fuera de Cataluña. Entonces, no
entiendo nada.
A
veces, oigo a individuos de izquierdas residentes en Cataluña pero
nacidos en Andalucía decir que se han hecho independentistas porque
han encontrado en Cataluña lo que no encontraban en Andalucía,
trabajo y un futuro mejor para sus hijos. No parece sino que el
salario se lo han dado gratis. Cuando los oigo, me acuerdo de la
teoría de la Plusvalía que el padre de la izquierda, Karl Marx,
desarrolló en El Capital, según la cual el capitalista se apropia
de manera gratuita del excedente producido por el obrero. La
realidad, en fin, es que esos trabajadores andaluces deben estar tan
agradecidos a los empresarios catalanes como los empresarios
catalanes agradecidos a los trabajadores andaluces, pues estos han
obtenido del empresario menos de lo que el empresario ha obtenido de
ellos. Y no oigo a unos y a otros opinar igual, sindicatos incluidos.
Con
todo, que un catalán de izquierdas pueda simpatizar con el
nacionalismo me resulta menos incomprensible que si el que simpatiza
con ese nacionalismo es un izquierdista de otra parte de España. El
nacionalismo catalán, como casi todos los nacionalismos europeos de
hoy en día, tiene buena parte de su origen en el interés, aunque
luego pase a lo emocional (y no al revés). O sea, primero está el
“España nos roba”, que tanto éxito ha tenido como lema, y luego
vienen las banderas y los himnos y ese lema imbatible pero vacío del
derecho a decidir. Ese “España nos roba” está sustentado en que
Cataluña aporta más al común español de lo que recibe, lo cual
(suponiendo que sea cierto) es bastante lógico desde el punto de
vista de la justicia social, dado que los ciudadanos de Cataluña son
más ricos que la media de los ciudadanos de España. De hecho, los
que más aportan al común son los ciudadanos más ricos, sean de
Cataluña o de cualquier otro sitio, y los que más reciben son los
más pobres, sean de Cataluña o de cualquier otro sitio. O así
debería ser.
Un
izquierdista congruente, y cuanto más izquierdista más, debería
apoyar el trasvase de rentas de los más ricos a los más pobres,
para lo que cualquier frontera es una barrera infranqueable. Veo, sin
embargo, que la extrema izquierda española simpatiza con el
nacionalismo catalán, esto es, que mira antes el lugar de nacimiento
de un obrero que su condición de tal y su renta. Y veo, con asombro,
el apego que le tiene al derecho a decidir de las naciones, cuando la
extrema izquierda no ha considerado teóricamente otro derecho a
decidir que el del proletariado.
* Publicado en el semanario La comarca.