Nos
situamos en quinta o sexta fila, frente a la fachada sur de un edificio de la
Universidad Internacional de Andalucía y, más concretamente, frente a un cartel
ubicado entre dos ventanas del primer piso que anunciaba una exposición de Joaquín
Ivars ya concluida, cuyo título temí que fuera premonitorio: “Espectáculos de
la frustración”, rezaba con letras rojas. No en vano, como a la inmensa mayoría
de los presentes (ya participaran como protagonistas o como público), no nos
movía tanto la devoción como el espectáculo.
Nos
situamos en quinta o sexta fila aunque llegamos con tres horas de antelación a
la plaza Fray Alonso de Santo Tomás, lo que viene a indicar que los que estaban
en las filas de delante debían de haberse personado allí en una hora cercana al
alba, y probablemente antes del alba los que tenían una ubicación mejor, frente
a la parroquia de Santo Domingo de Guzmán o frente a la casi contigua casa de
hermandad, si bien algunos de ellos habían tenido la prevención de agenciarse
unos taburetes plegables y se hallaban cómodamente sentados y a la sombra que
les daban los demás, en tanto el resto, entre los que nos encontrábamos
nosotros, aguantábamos el tipo de pie y al sol, que aunque no pegaba con fuerza
sí lo hacía con una tenacidad impropia para la época del año.
Nos situamos en quinta o sexta fila y tuvimos suerte, según descubrimos no tardando
mucho. Y, de hecho, debimos aguantar la posición como el mejor de los pívots
para que los que llegaban después que nosotros no se nos pusieran delante,
posición que acabó siendo el espacio imprescindible para respirar y rascarse.
Tuvimos
suerte para lo que es el pueblo llano y raso. Lo digo porque he descubierto dos
tipos de pueblo llano: el raso, que debe madrugar y aguantar casi enlatado, de
pie y al sol, un buen número de horas si quiere estar donde se produce el
espectáculo y, el otro, que no pasa fatigas y, además de estar donde se produce
el espectáculo, lo goza. Hasta ahora me he referido al primero, pero había
también del segundo, y con bastante abundancia de representantes, dada la
cantidad de autoridades civiles, militares y religiosas que tenían en el acto
una preferencia indiscutible y natural, solo un poco más elevada que la
preferencia de la que gozaban otros que no eran autoridades y que se asomaron a
ratos a las ventanas y balcones de los edificios que rodean la plaza para
vernos a nosotros hasta que oyeron la banda de los legionarios y resolvieron
asomarse para disfrutar con plenitud del espectáculo.
El
pueblo llano y raso (o raso, a secas) se divierte con cualquier cosa e inventa
un chiste donde otros hablarían de tragedia. El pueblo raso no se calienta la
cabeza con pros y antis, ya hable de la Semana Santa, del ejército o de la
Legión y, a falta de espectáculo afuera, se distrae con sus propias
ocurrencias, como hizo allí. Cuando delante de nosotros pasaba alguien con
pinta de autoridad, por ejemplo, el pueblo raso aplaudió como si ya estuvieran
pasando los legionarios. Y cuando los que estaban asomados a las ventanas del
edificio de la Universidad le daban un trago a una lata de cerveza, coreó un
¡ooooooooeee! que iba de menos a más y era seguido de una carcajada general,
cuya causa tardó mucho en comprender alguno de los afectados.
Luego, pasadas tres horas y media, oímos a la banda de música y enseguida
pasaron los legionarios. Yo los vi relativamente bien porque soy alto. Y,
aunque de lejos, oí las distintas músicas del acto, incluido “El novio de la
muerte”, y vi por encima de las cabezas de la gente buena parte de los movimientos que los legionarios ejecutan en el traslado del Cristo de la Buena
Muerte (o de Mena) desde la parroquia a la casa de la hermandad. Desde mi
sitio, el que no fuera tan alto como yo no vio nada. Como uno que tenía al
lado, que le dijo a su mujer: “No podremos decir que lo hemos visto, pero
podremos decir que hemos estado”.
¿Valía
la pena? Carmen y yo lo hablamos poco después, sentados en la terraza de un bar
del casco antiguo de Málaga, a la sombra y con el consuelo de una cerveza
fresquita a nuestra disposición. Y llegamos a la conclusión de que sí, y no
tanto por lo que oímos o vimos donde estaban puestos los focos y se dirigían
las cámaras de televisión como por lo que oímos y vimos en su entorno espacial
y temporal, es decir, por lo que vivimos. Eso sí, también convinimos en que
deberían pasar unos cuantos años para que volvieran a vernos por allí, a menos
que dejáramos de ser pueblo raso.