Para
que sea bueno, todo contrato, todo pacto, todo acuerdo, debe ser beneficioso
para todas las partes. Si sólo es beneficioso para una parte, es malo, incluso
para aquel que se cree favorecido. El idioma español tiene una palabra perfecta
para definir a ese tipo de personas que se benefician en exclusiva de algo que por
su naturaleza debería ser provechoso para todos: “aprovechado”. Los aprovechados
generan en los perjudicados una reacción similar a la suya y predisponen en su
contra al resto de los miembros de la sociedad, que permanecen alerta ante sus
manejos. En general, el aprovechado no recibe afectos de su entorno y es un
triunfador temporal, solo temporal.
El beneficio para todos es especialmente importante cuando los
pactos han de mantenerse entre miembros que deben verse las caras de continuo,
porque el agravio nacido de un pacto genera tensiones permanentes que acaban
saliendo a la luz, muchas veces con violencia. El problema es especialmente
relevante entre aquellos que comparten una cosa común, ya sea una pared
medianera, un negocio, una frontera o, para no seguir con más ejemplos, el
espacio en el que se dilucida el poder.
En España siempre se ha valorado más al listo que al
inteligente. España es un país de engañadores y de pícaros. En España se avisa
al conductor infractor, que pone en peligro la vida de los demás, y se presume
de lo que se defrauda al fisco. En España muchos gobernantes se pasan las leyes
por el forro al mismo tiempo que exigen que los ciudadanos cumplan las leyes que
ellos han dispuesto. Y tal vez por eso en España casi nunca se ha tenido conciencia
de que los buenos pactos son aquellos en los que es el otro el que se va contento
(los buenos comerciantes conocen esto muy bien).
Por razones que no vienen al caso, he debido estudiar
varias veces el siglo XIX de la Historia de España. Una de ellas, en
particular, la Historia de sus constituciones. De todo lo que he estudiado,
apenas alcanzo ahora a recordar que ese siglo es de una complejidad que no cabe
en mi ruinosa memoria. Recuerdo algunos datos, unos cuantos nombres y varias
ideas que saqué de aquel maremágnum de golpes de Estado, generales metidos a
políticos, cantones y federaciones, monarquías y repúblicas, políticos
iluminados y constituciones que se sucedían sin más ánimo que dar respuesta a
los deseos de unos, que siempre eran los deseos de unos sobre los otros.
“Señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de
todos nosotros”, dicen que exclamó Figueras, uno de los cuatro presidentes de
la Primera República Española, poco antes de dejar plantado al país y coger,
sin avisar, un tren que lo llevara a Francia. Es una frase que resume una
situación y define el guirigay en que puede convertirse una sociedad en la que
sus líderes no consienten otra visión del mundo que la suya. Esa sociedad duró
en España hasta 1978, año en el que en nuestro país se terminó el siglo XIX.
En 1978, por fin, se entendió que en política los conflictos
no se eliminan, sino que se aprende a convivir con ellos. Los de derechas, por ejemplo,
aceptaron el estado social; los de izquierdas, la monarquía; casi todos los
nacionalistas se conformaron con el Estado Autonómico, al igual que los
centralistas; los partidarios del Estado confesional vieron bien la referencia
a la Iglesia Católica que hacía la Constitución y los partidarios del Estado laico
que esa misma Constitución se manifestara aconfesional.
Fue como si de pronto aquellos gobernantes hubieran hecho un
viaje iniciático por la realidad y hubieran comprendido que sólo el mal
perdedor rompe la baraja cuando le toca repartir.
La España del euro y los erasmus, al parecer, tiene una
memoria peor que la mía. La España del euro y los erasmus ha visto fallecer o
marchitarse a aquellos líderes de 1978 y ha alumbrado a líderes políticos y
sociales que no se conforman con una parte, sino que quieren el todo. El todo
es la independencia, la república, el Estado centralista, que las leyes civiles
consagren cánones religiosos o, por el contrario, que desaparezcan las escuelas religiosas concertadas.
No pocos líderes de la España del euro y los erasmus creen
que las cosas se hicieron mal en 1978 porque no se hicieron como debían haberse
hecho, es decir, porque no se hicieron por completo como debían haberse hecho. Aunque
se creen que van a la vanguardia, son líderes a la usanza del XIX. No entienden
que, tanto en la política como en los negocios, los otros también se deben ir
contentos. Lo quieren todo ideológicamente hablando y convierten en enemigo a
cualquiera que les lleve la contraria. Son, en fin, como esos gobernantes que
creen que deben cambiar la Ley de Educación en cuanto llegan al Ministerio de
Educación, porque así mejorarán la educación.
Mal
asunto, porque no se trata de corregir para dejar un poco más contentos a
todos, sino de cambiar las cosas para dejar muy contentos a unos y muy descontentos
a otros. Es decir, para que nosotros nos quedemos mucho más contentos y ellos,
los otros, se queden mucho más descontentos y, en consecuencia, se queden deseando
llegar al poder para darle un vuelco completo a la situación, como en el XIX,
más o menos como en el siglo XIX.