He estado en París durante los recientes
juegos olímpicos y he visto a multitud de personas con banderas distintas, unas
junto a otras, en los estadios y por la calle, todas en perfecta armonía. Y he
visto a los franceses cantar La Marsellesa en los estadios y en las terrazas de
los establecimientos públicos, frente a un televisor, como muestra de apoyo a alguien
de su país que participaba en una prueba deportiva.
El patriotismo de los franceses resulta
exagerado casi para el todo el mundo y tiene mucho de egocéntrico y algo de
complejo de superioridad. Es lo contrario del español. Si los franceses tienden
al chauvinismo, los españoles tendemos al nacionalmasoquismo. En España, nuestra
bandera es objeto de controversia, porque se utiliza partidariamente por unos y
se repudia partidariamente por otros. Nuestro pasado se revisa sin sentido
crítico, desde la ideología y con los ojos del presente. Y nuestra naturaleza,
nuestro ser, está siempre cuestionado de mil formas, ninguna de ellas integradora
o buscando lo que nos une.
El nacionalismo francés moderno tiene su origen en la Revolución de 1789 y, particularmente, en sus ideales de «igualdad, libertad y fraternidad». El más importante de esos ideales era «la igualdad», como puede deducirse del preámbulo de la Constitución Francesa de los días 3-14 de septiembre de 1791, en el que puede leerse: Ya no existe, en ninguna parte de la nación, ni para ningún individuo, ningún privilegio excepción al derecho común de los franceses.
Mi vuelta de París ha sido
inmediatamente posterior a la elección de Salvador Illa como presidente de la
Generalitat. Salvador Illa, que pertenece al Partido Socialista de Cataluña, ha
debido contar con el apoyo de Esquerra Republicana de Cataluña, para lo que el
Partido Socialista Obrero Español se ha comprometido a ceder a Cataluña eso que
eufemísticamente ha llamado «financiación singular», y que no es sino un
privilegio dentro de España, el de financiarse a sí misma.
Todo privilegio, particular o
territorial, es contrario a la revolución, por supuesto a la liberal o
burguesa, pero mucho más a la revolución obrera, y, si nunca se puede
justificar en la historia (a mí no me vale como justificación de los fueros,
por ejemplo. Privilegios históricos, de siempre, eran los que tenían los nobles
y el clero hasta la Revolución Francesa), mucho menos se puede justificar como
un intercambio programático para conseguir el poder.
Un intercambio programático, debe
añadirse, que para conseguir el poder en Cataluña no se limita a la esfera territorial de Cataluña, sino a la de toda España. Es decir, que se ceden derechos de
financiación de otros territorios de España (de los más pobres, de los pobres,
en fin) a un solo territorio (uno de los más ricos, de los ricos, en fin).
A nadie que paga menos se le
ocurre pedir «financiación singular». La financiación singular la pide alguien
que paga más. Es decir, la financiación singular la piden los ricos, y no va a
ser (porque no está en la naturaleza de las cosas) para dar más de lo que daban
antes. Ni siquiera para dar lo mismo. Así que no entiendo que un partido de
izquierdas ceda a ese tipo de privilegios. Y mucho menos que la cesión sea a
costa de los derechos de financiación de los habitantes de los territorios menos
favorecidos, que –se diga lo que se diga– van a salir perjudicados.
A la vuelta de París, he oído con
atención una entrega del programa documentos de RNE sobre las olimpiadas
populares, que tuvieron tres ediciones en el periodo de entreguerras,
impulsadas por los movimientos obreros de Europa y América del Norte.
Casualmente, la Olimpiada Popular de Barcelona, planeada para los días 19 a 25
de julio de 1936 y en la que estaban inscritos atletas de 22 naciones, no pudo
celebrarse porque el día 18 se produjo el levantamiento militar que conduciría
a la guerra civil.
Si en el fondo de las olimpiadas
está el que todos los seres humanos somos iguales, aunque separados por
naciones (con sus himnos y sus banderas), en el fondo de las olimpiadas populares
estaba el que todos los proletarios del mundo eran iguales, y ya está.
«Proletarios del mundo, uníos», escribió Flora Tristán ya en 1843, lo que inmediatamente fue asumido por el movimiento obrero. Así fue al principio de esa lucha de los trabajadores y ese debería ser el destino de la humanidad, por lo que estaría bien fijarlo como ideal de todos los movimientos humanistas, especialmente de los de izquierdas.
Como ya he escrito aquí que no se
puede ser, a la vez, nacionalista y de izquierdas, no me voy a repetir. Solo
quiero apuntar que entre ese inicial «proletarios del mundo, uníos» y los
programas de izquierdas de hoy ha habido un montón de teorías para justificar lo
injustificable de la desigualdad generada por los nacionalismos.
Lo de ahora del PSOE no es ni
siquiera una teoría, sino un apaño para gobernar con la cobertura argumental de
una falacia. Así que no comprendo a quienes nos representan desde la izquierda
a nivel nacional, ni comprendo a quienes, con tal de que no gobiernen las
derechas, son capaces de ceder a cualquier cosa, incluso a lo más esencial de
los principios de izquierdas.
Ni entiendo que, para
pacificar un territorio, deban cederse los derechos de los habitantes de otros.
Hice esta foto de Hitler rezando en el museo de la Bolsa de Comercio de Paris |