miércoles, 21 de agosto de 2024

Un apaño

 

He estado en París durante los recientes juegos olímpicos y he visto a multitud de personas con banderas distintas, unas junto a otras, en los estadios y por la calle, todas en perfecta armonía. Y he visto a los franceses cantar La Marsellesa en los estadios y en las terrazas de los establecimientos públicos, frente a un televisor, como muestra de apoyo a alguien de su país que participaba en una prueba deportiva.

El patriotismo de los franceses resulta exagerado casi para el todo el mundo y tiene mucho de egocéntrico y algo de complejo de superioridad. Es lo contrario del español. Si los franceses tienden al chauvinismo, los españoles tendemos al nacionalmasoquismo. En España, nuestra bandera es objeto de controversia, porque se utiliza partidariamente por unos y se repudia partidariamente por otros. Nuestro pasado se revisa sin sentido crítico, desde la ideología y con los ojos del presente. Y nuestra naturaleza, nuestro ser, está siempre cuestionado de mil formas, ninguna de ellas integradora o buscando lo que nos une.

El nacionalismo francés moderno tiene su origen en la Revolución de 1789 y, particularmente, en sus ideales de «igualdad, libertad y fraternidad».  El más importante de esos ideales era «la igualdad», como puede deducirse del preámbulo de la Constitución Francesa de los días 3-14 de septiembre de 1791, en el que puede leerse: Ya no existe, en ninguna parte de la nación, ni para ningún individuo, ningún privilegio excepción al derecho común de los franceses.

Mi vuelta de París ha sido inmediatamente posterior a la elección de Salvador Illa como presidente de la Generalitat. Salvador Illa, que pertenece al Partido Socialista de Cataluña, ha debido contar con el apoyo de Esquerra Republicana de Cataluña, para lo que el Partido Socialista Obrero Español se ha comprometido a ceder a Cataluña eso que eufemísticamente ha llamado «financiación singular», y que no es sino un privilegio dentro de España, el de financiarse a sí misma.

Todo privilegio, particular o territorial, es contrario a la revolución, por supuesto a la liberal o burguesa, pero mucho más a la revolución obrera, y, si nunca se puede justificar en la historia (a mí no me vale como justificación de los fueros, por ejemplo. Privilegios históricos, de siempre, eran los que tenían los nobles y el clero hasta la Revolución Francesa), mucho menos se puede justificar como un intercambio programático para conseguir el poder.

Un intercambio programático, debe añadirse, que para conseguir el poder en Cataluña no se limita a la esfera territorial de Cataluña, sino a la de toda España. Es decir, que se ceden derechos de financiación de otros territorios de España (de los más pobres, de los pobres, en fin) a un solo territorio (uno de los más ricos, de los ricos, en fin).

A nadie que paga menos se le ocurre pedir «financiación singular». La financiación singular la pide alguien que paga más. Es decir, la financiación singular la piden los ricos, y no va a ser (porque no está en la naturaleza de las cosas) para dar más de lo que daban antes. Ni siquiera para dar lo mismo. Así que no entiendo que un partido de izquierdas ceda a ese tipo de privilegios. Y mucho menos que la cesión sea a costa de los derechos de financiación de los habitantes de los territorios menos favorecidos, que –se diga lo que se diga– van a salir perjudicados.

A la vuelta de París, he oído con atención una entrega del programa documentos de RNE sobre las olimpiadas populares, que tuvieron tres ediciones en el periodo de entreguerras, impulsadas por los movimientos obreros de Europa y América del Norte. Casualmente, la Olimpiada Popular de Barcelona, planeada para los días 19 a 25 de julio de 1936 y en la que estaban inscritos atletas de 22 naciones, no pudo celebrarse porque el día 18 se produjo el levantamiento militar que conduciría a la guerra civil.

Si en el fondo de las olimpiadas está el que todos los seres humanos somos iguales, aunque separados por naciones (con sus himnos y sus banderas), en el fondo de las olimpiadas populares estaba el que todos los proletarios del mundo eran iguales, y ya está.

«Proletarios del mundo, uníos», escribió Flora Tristán ya en 1843, lo que inmediatamente fue asumido por el movimiento obrero. Así fue al principio de esa lucha de los trabajadores y ese debería ser el destino de la humanidad, por lo que estaría bien fijarlo como ideal de todos los movimientos humanistas, especialmente de los de izquierdas.

Como ya he escrito aquí que no se puede ser, a la vez, nacionalista y de izquierdas, no me voy a repetir. Solo quiero apuntar que entre ese inicial «proletarios del mundo, uníos» y los programas de izquierdas de hoy ha habido un montón de teorías para justificar lo injustificable de la desigualdad generada por los nacionalismos.

Lo de ahora del PSOE no es ni siquiera una teoría, sino un apaño para gobernar con la cobertura argumental de una falacia. Así que no comprendo a quienes nos representan desde la izquierda a nivel nacional, ni comprendo a quienes, con tal de que no gobiernen las derechas, son capaces de ceder a cualquier cosa, incluso a lo más esencial de los principios de izquierdas.

Ni entiendo que, para pacificar un territorio, deban cederse los derechos de los habitantes de otros.

Hice esta foto de Hitler rezando en el museo de la Bolsa de Comercio de Paris