Es mi sexto día y estoy empezando a perder la noción de algunos elementos de mi entorno. En qué día de la semana estoy, por ejemplo. Es como si llevara más tiempo aquí. Y eso que sigo teniendo contacto permanente con el exterior. Será porque no estoy acostumbrado a estar fuera de mi ambiente. De mi mujer. De mi pueblo. De las caras y los lugares conocidos. Es lo que les debe pasar a las personas que trabajan fueran de su casa durante periodos largos de tiempo, me digo. Y pienso en los marineros, en los viajantes, en algunos camioneros, en los guías turísticos... Los que hemos trabajado al lado de nuestra casa, hemos comido a diario con nuestra familia y nos hemos acostado a diario con nuestra pareja tenemos dificultades para entender a quienes no han podido hacer todo eso.
Y si me pasa a mí, más debe de pasarle a mis compañeros peregrinos. A los peregrinos de verdad, quiero decir. Especialmente a esos que vienen desde la otra parte del mundo y van de albergue en albergue con una mochila a las espaldas. Muchos de ellos solos. Muchos de ellos mayores. Muchos de ellos con problemas físicos.
Hoy he hablado con una señora mayor de Australia (cuando digo mayor, digo aparentemente mayor que yo). ¿De Australia? Eso está muy lejos, le he dicho. Se ha reído. Sí, está lejos. Iba sola y caminaba despacio. Era bajita y llevaba una mochila que abultaba tanto como ella. ¡De Australia! ¡Y quiere llegar a Santiago de Compostela! Cuando me dijo aquello, yo me pregunté no si llegaría a su meta, sino cómo había hecho la primera etapa, que tanto me había costado a mí, y las otras.
¿Qué tenía aquella mujer? Físico no, desde luego. ¿Fe? Yo creo que tampoco, aunque en toda esta gente hay un componente místico. ¿Voluntad? Voluntad seguro que sí. Fuerza de voluntad era lo único que tenía. Con la voluntad había venido desde Australia, había pasado los Pirineos y había llegado hasta allí. Con la voluntad iba ahora cargando con la mochila y caminaba paso a paso, decidida a llegar hasta el final de aquella etapa. ¿Sería suficiente la voluntad para llevarla hasta su meta final?
No lo sé. «Impossible is nothing», decía la campaña de Adidas («nada es imposible»), pero a mí ese lema no me gustó nunca, porque pienso que hay propósitos imposibles (la mayoría lo son) y que lo bueno, lo fetén, es saber cuál es tu verdadero límite e intentar llegar hasta él, no pretender propósitos que son imposibles para ti y te pueden generar mucha frustración.
Memoria, inteligencia y voluntad eran las tres potencias del alma clásicas, las que nos enseñaban en la escuela. Y yo creo que la memoria sirve para poner experiencias a disposición de la inteligencia; la inteligencia, para conocer tus verdaderos límites y la voluntad para intentar llegar hasta ellos.
He pasado buena parte de la etapa pensando, precisamente, en la voluntad. Todos los caminantes que veo la tienen en grado sumo. Algunos de ellos, de una forma ejemplar. Los veo con admiración. Especialmente porque la voluntad, como la memoria, no es una virtud que se valore mucho hoy en día. No se valora en la escuela, donde casi todo se intenta hacer a base de motivación, no vaya a ponerse en riesgo la autoestima del alumno y su bienestar emocional. Pero por las mismas razones tampoco se valora en las familias, que forman hijos emocionalmente débiles. Ni la valoran las instituciones, regidas por políticos a quienes, como lo que más interesa es el corto plazo de las próximas elecciones, no premian la capacidad de sacrificio de la ciudadanía, sino al contrario, se jactan de hacerle regalos y más regalos en forma de fiestas, comidas, espectáculos y otras chucherías. Ni la valora la sociedad, en general.
Hay una cultura de la inmediatez y la satisfacción rápida en todo, tal vez porque ya nada se considera virtuoso en sí mismo y, en consecuencia, merecedor de un esfuerzo. Y a mí me da pena. Especialmente cuando pienso en mi tierra, Los Pedroches, que pierden población a pasos forzados sin que a nadie se le ocurra aleccionar a la ciudadanía para que adopte un papel activo, responsable y comprometido con su propio destino. Todo parece ir en sentido contrario, más bien: se alecciona a la ciudadanía para que su día a día sea de regalo y su destino esté en manos de las instituciones. Y así se reclaman derechos, pero no se aceptan deberes. Se critican las instituciones, pero casi nadie contribuye a mejorarlas. Y se exigen soluciones rápidas, pero casi nadie se implica en los procesos.
La australiana iba mucho más lenta que yo, así que al cabo de un rato me despedí de ella como he visto que se despiden ellos («nos vemos luego»). Ahora pienso que fue un error. ¿Qué prisa tenía? De hecho, en la plaza de Los Arcos (un pueblo que me ha gustado mucho) he hecho tiempo tomándome unas cervezas y, luego, he tenido que esperar a que llegara el autobús. Por cierto, en la parada del autobús he conocido a una pareja de Málaga que estaba haciendo el Camino de una forma parecida a mí y a un muchacho que no sabía cómo ir de Roncesvalles a Saint-Jean.
Se me olvidaba apuntar que cuando llegué a Los Arcos mi reloj marcaba 21,65 kilómetros.