lunes, 28 de marzo de 2016

El pianista

                Me hubiera gustado ser ingeniero, saber idiomas, trabajar en ONGs, viajar por el mundo y tocar varios instrumentos musicales. Dicen que los padres transmitimos las frustraciones a los hijos y que queremos realizar en ellos lo que nos hubiera gustado ser. Si ese fuera mi caso, me sentiría realizado con Luis. Pero lo cierto es que no creo haber llevado la iniciativa casi nunca en su vida.

             Cuando él tenía ocho años, por ejemplo, se interpuso entre la televisión y nosotros y dijo que quería ir al conservatorio. Fue él el que lo decidió, nosotros nos limitamos a facilitarle el camino, y aprendió música y a tocar la guitarra y el piano, en Pozoblanco, primero, y, luego, en Córdoba, a donde acudía con otros compañeros en un taxi que fue perdiendo clientes curso a curso, en el que se montaba inmediatamente después de las clases del instituto y en el que almorzaba un bocadillo.

                Lo he recordado mientras lo veía tocar en el piano las canciones que le he pedido.  Y he recordado que fue él el que dispuso estudiar lo que estudió, el que se buscó los trabajos de verano en actividades sociales y el que consiguió la beca de un Gobierno extranjero. Nosotros, mientras tanto, veíamos con perplejidad aquella inaudita gestión del tiempo y nos limitábamos a facilitarle los medios.

                Ahora, Luis ha terminado sus estudios y se va a trabajar fuera de España, como antes se fue su hermano. Luis se va y su madre y yo sentimos que el sonido del piano, que siempre fue esporádico, será sustituido por el más melancólico de los silencios. 

La foto es de Carmen

jueves, 24 de marzo de 2016

El horizonte

Antes, el horizonte era un territorio sin explorar en el que cabía todo lo imaginado, porque era desconocido, y la gente inquieta lo oteaba con la misma ilusión que escrutaba el futuro. El horizonte ya no es para el ser humano un territorio ignoto, pero el infructuoso intento de alcanzarlo sigue siendo una buena metáfora de la vida.

Caminando hacia el horizonte, se bifurca continuamente el sendero y hemos de optar por uno. Y renunciar al otro. Aunque solemos optar por el creemos mejor, muy frecuentemente se defraudan nuestras expectativas y, entonces, pensamos que nos hemos equivocado.


Porque las expectativas que se defraudan son siempre las del camino elegido, nunca las del que abandonamos. Hay un camino en el que gobierna la realidad, el que tomamos, y otro en el que sigue imperando la imaginación, el que dejamos a un lado.


Como la vida es una sucesión de caminos que se bifurcan, los sabios –creo yo– no son los que aciertan más cuando eligen, sino los que no pierden el tiempo ocupándose de lo que pudo ser y no fue, apechugan sin rencor con la decisión adoptada y caminan decididos hacia su nuevo horizonte, por oscuro que parezca a primera vista.

Las fotos están hechas el 20 de marzo pasado, entre Pozoblanco y Villaharta



domingo, 20 de marzo de 2016

El alcalde*

            La misión del alcalde es la más bonita que puede ostentar el vecino de un pueblo, pero es también la más sacrificada.

            Algunas veces, el  alcalde llega al despacho del secretario del Ayuntamiento y dice que tiene una papeleta. Una papeleta es un problema difícil de resolver o de remate imposible. A los alcaldes de los pueblos pequeños se les presentan con relativa frecuencia papeletas que tienen más que ver con la vida personal de los vecinos del pueblo que con la condición de ciudadanos de estos. Ante el problema de un habitante cualquiera, el alcalde de un pueblo pequeño no podría mirar para otro lado ni aunque quisiera, porque en una sociedad tan pequeña se lo encuentra por todas partes. El alcalde no tiene horario de trabajo ni límites a su función: todo lo que ocurre en el vecindario, de un modo o de otro, le incumbe, y sobre casi todo tiene que acabar tomando alguna medida.

            Como por sí misma la Ley no da solución a los problemas personales, muchas veces al alcalde le sirve de poco el informe del secretario o de cualquier otro técnico del Ayuntamiento. Si todo político se encuentra en algún momento a solas con su decisión, el alcalde de un pueblo pequeño suelo hacerlo, además, bajo el supuesto amparo de una ley que unos legisladores lejanos han hecho pensando en las ciudades o en los pueblos grandes, una ley, en fin, que ni lo comprende ni lo protege.

            Mientras los demás políticos deben decidir sobre una masa de personas teniendo en cuenta variables que son cifras, el alcalde de un pueblo pequeño decide sobre las circunstancias de individuos concretos a los que conoce personalmente porque son familiares, o amigos, o compañeros, o vecinos, o se incluyen en varias de esas categorías, o en todas a la vez. Si con el tiempo todo político aprende que no todo tiene solución, que debe convivir con el conflicto social y buscar el equilibrio del acuerdo más que la satisfacción completa del problema, el alcalde de un pueblo pequeño aprende, además, a buscar como mediador el equilibrio vecinal, e incluso el personal de las gentes que conoce.  
Patio de la llamada "Casa de la cárcel" de Torrecampo, muy cerca de la casa consistorial, donde tiene su sede el Ayuntamiento
            El alcalde de un pueblo pequeño suele adoptar muchas decisiones, muchas de ellas favorables a los vecinos, pero las decisiones correctas no son siempre las favorables y es muy probable que acabe adoptando una desfavorable a un individuo concreto o que ese individuo la entienda como tal. Entonces, ese ciudadano se siente afrentado y se convierte en enemigo del alcalde, por muy amigo que fuera antes. Los alcaldes de los pueblos pequeños tienes enemigos leales, de los que se les ve venir, y enemigos disimulados, de los que siguen echándole la mano por el hombro.

       Los enemigos del alcalde, especialmente los disimulados, pueden ponerlo en diversos aprietos. Otras veces, lo pone en aprietos el escaso rigor de quienes toman decisiones en el ámbito de la Justicia. He conocido, por ejemplo, a un alcalde que debió declarar como imputado por votar en contra de un acuerdo que resultó ser ilegal, cuando los que debieron declarar fueron los que votaron a favor, y a otro que fue imputado por unos hechos que ocurrieron mucho antes de que él tomara posesión del cargo.


Ahora que se habla de los imputados (investigados) como si ya estuvieran condenados y que los noticieros se llenan de gobernantes corruptos, me gustaría recordar a muchos honrados alcaldes de pueblos pequeños que sienten los problemas de los vecinos como si fueran suyos y sufren porque no pueden darles solución. Los habrá malos, quién lo niega, y los habrá defraudadores, y manirrotos, y deshonestos, pero también hay otros que son hombres o mujeres de bien. Y su labor casi siempre queda oculta por el pesado telón de los políticos famosos o por la imagen podrida de los que utilizaron el cargo para su propio beneficio personal.

* Publicado en el semanario La comarca.

jueves, 17 de marzo de 2016

La humillación

                Charles Chaplin, en aquella legendaria película de su autoría, El gran dictador, hacía todo lo posible en su papel de Hitler para situarse en un lugar más alto que Mussolini, a fin de aparentar ser más poderoso. Estar más arriba, sea donde sea, da una superior impresión de dominio, especialmente para el que tiene complejo de inferioridad. No en vano, los débiles buscan las alturas, el disimulo y la emboscada, en tanto que los fuertes ambicionan el campo llano, la sinceridad y la lucha abierta.

              Sentados en grupo en las terrazas de la plaza Mayor de Madrid, los hinchas del PSV Eindhoven que el pasado miércoles tiraron monedas a unas mendigas y frente a las cuales quemaron algún billete se sentían en un nivel superior: ellos eran muchos, blancos y ricos, mientras que ellas eran pocas, gitanas y pobres. No solo ignoraban que esa algazara grotesca era una prueba de su raquitismo moral, sino que la humillación de las débiles mendigas era la mayor demostración de su propia debilidad.


                Unos avasallan (los débiles) y otros se postran (los fuertes), como Jesucristo, como Gandhi, o como aquel poeta mentado por Borges en El Hacedor, que tenía como únicos instrumentos de trabajo a la humillación y la angustia, aunque el círculo del cielo medía su gloria y las bibliotecas de Oriente se disputaban sus versos.  


lunes, 7 de marzo de 2016

Otra relación

                En nuestro entorno más próximo están nuestra familia, nuestros amigos, nuestros compañeros de trabajo y nuestros vecinos. No quiero extenderme sobre las relaciones que mantenemos con ellos, ni en las distintas emociones y sentimientos que provocamos y nos provocan, ni en los conflictos que pueden suscitarse cuando se asumen a la vez papeles distintos, como el de padre y el de amigo, por ejemplo. Lo que parece absolutamente cierto es que la felicidad depende de la calidad de esas relaciones más que de ningún otro factor, desde luego mucho más que del dinero, el poder y la gloria.

                Hay otro tipo de relaciones afectivas: la que mantiene el artista con el destinatario de su obra. No en vano, el valor de una obra de arte deriva de la capacidad que tenga para transmitir emociones y esa capacidad depende, en gran medida, de lo que de sí mismo haya puesto en ella el autor.

                Entre lo que siento cuando intento recoger en una foto un paisaje, por ejemplo, y lo que siente la persona que ve la foto hay una afinidad que nos une. Lo mismo pasa cuando intento expresar con palabras una idea o una emoción, si he logrado captar lo que quería.


                Así, pues, no soy trivial ni frívolo cuando afirmo que te siento cuando me lees, pues de alguna forma es verdad. 


jueves, 3 de marzo de 2016

Aislados

                En España, concluido el juicio oral, el jurado se aísla en un hotel hasta que haya emitido el veredicto, sin televisión, sin teléfono, sin periódicos y sin internet, con los pasillos custodiados por la policía y sin más contacto con el exterior que el que les ofrece el secretario del juzgado. Ningún miembro del jurado puede abstenerse.

                En el cónclave, los cardenales electores se recluyen en el Vaticano bajo llave, sin que les esté permitido contacto alguno con el exterior hasta que hayan elegido a un nuevo papa.

                Me he acordado de esos dos ejemplos durante el pasado fin de semana, que la nieve nos ha tenido aislados durante unas cuantas horas en un hotel cerca de Bogarra, en Albacete. Y me he acordado de un tercero, aunque bien es cierto que en este caso solo era una figuración:

                He imaginado que los diputados españoles, que deben elegir a un Presidente del Gobierno, se encerraban en el edificio del Congreso sin periodistas, sin móviles, sin internet, sin periódicos ni otro contacto con el exterior, y que no salían de allí hasta que hubieran elegido a un Presidente del Gobierno para los próximos cuatro años.

                Como también he imaginado que los políticos no serían capaces de prescindir de las ruedas de prensa, ni de los discursos públicos, ni de las radios, ni de las televisiones, ni de las redes sociales y que, en fin, serían incapaces de encerrarse para elegir sin público a alguien que nos gobernara, porque no va con su ADN, he imaginado que la nieve los dejaba encerrados en el edificio del Congreso, y que no se iba hasta que hubieran elegido a un Presidente del gobierno.


Lo mejor es que esa nieve fuera una ley. (¿No hay una ley parecida para los miembros del jurado popular, que son menos importantes, una ley que han aprobado ellos?). Pero si no hay ley, esa nieve debería ser el completo desprecio de la gente.