sábado, 27 de febrero de 2016

Los trapos sucios

                Hace tiempo vi desde la terraza interior de un bar de una ciudad española lo que parecía un balcón-váter. El otro día, en cambio, vi en una terraza exterior de un piso que daba a un paseo marítimo un váter, como un elemento más de una abigarrada colección de trastos almacenados a la vista de la gente.

                Más allá de que las dos incluyen a un váter, no parece que exista otro motivo para asociar ambas imágenes. El caso, sin embargo, es que esa asociación me ha llevado a pensar en que tan necesario es el ámbito de lo privado (representado en el balcón-váter) como el respeto que desde lo privado debe guardarse hacia lo público (representado por el derecho de los ciudadanos a pasear por la vía pública sin el impacto visual de, entre otros bártulos, la taza de un retrete).


Arriba, el balcón-váter

          Esa contradicción entre los derechos privados y los públicos no parece tan difícil de observar. Otras, en cambio, son mucho más sutiles, pero también bastante más trascendentales. Cuando se dice, por ejemplo, que los trapos sucios deben lavarse en casa, no se distingue si los trapos sucios son de un particular o de una institución, de una familia o de un partido político, no se distingue, en fin, si esos trapos sucios afectan o no afectan a los derechos de unos terceros.

        Cuando una familia lava sus trapos sucios, debe hacerlo de puertas adentro, pues lo contrario sería extender sus problemas entre la gente. Cuando una institución quiere lavar los suyos, en cambio, debe hacerlo de manera pública, si públicos son los bienes afectados o el perjudicado es una persona ajena. De lo contrario, no se restituye el equilibrio que se ha roto y el desenlace fallido acaba corrompiendo a la institución.
                    
         Los que hayan visto la película Spotlight (En primera plana) o lean últimamente la prensa española sabrán de lo que estoy hablando.

Entre los enseres a la vista, la taza del retrete

lunes, 22 de febrero de 2016

Las napolitanas de Eutimio

            El mérito influye en el destino de los seres humanos, y mucho. Para llegar lejos y mantenerse en ese sitio, hay que ser bueno, porque ya se sabe que nadie puede estar engañando a todos indefinidamente. Pero también hay que tener suerte. Los trenes que llevan al éxito pasan muy pocas veces y algunas personas tienen la fortuna de cogerlos, pero la mayoría no, porque llegan tarde, porque no saben anticiparse al destino o, simplemente, porque viven muy lejos de una estación.

                Debe de haber muchos jugadores de primera división jugando en equipos de tercera porque no los ha visto un ojeador. Debe de haber olvidados en un cajón muchos libros mejores que los que ganan grandes premios. Debe de haber amas de casas haciendo platos que merecerían varias estrellas Michelin. Debe de haber administrativos que saben más que los gerentes y lideran mejor. Debe de haber muchos conjuntos de música esperando, como hicieron The Beatles, la llegada de un  Samuel Epstein. Y debe de haber verdaderos líderes sociales y políticos que nunca han ganado unas elecciones.

Si la vida fuera mucho más larga, habría más posibilidades de que el mérito fuera más justo, pero la vida dura un suspiro y la mayoría de lo que tenía que pasar no pasa. Las napolitanas que hace Eutimio Romero, por ejemplo, están entre las mejores del mundo, son una exquisitez que todo individuo debería probar recién hechas al menos una vez en la vida, por muchos que fueran sus pecados. Si la justicia gastronómica fuese como la divina e imperara para todos y para todo, las napolitanas de Eutimio vendrían en los libros y saldrían en la televisión. Pero Eutimio trabajada lejos de una estación de la fama, en Torrecampo, y sus napolitanas (como las tortas de Emilia, que también tiene el horno en Torrecampo) no alcanzan el eco que por su primoroso sabor merecerían.


       Como muy probablemente los trenes de la gloria sigan sin pasar por Torrecampo, quede constancia aquí de esa injusticia, por si alguien tiene el buen tino de remediarla.


miércoles, 17 de febrero de 2016

Las cosas

                Con el tiempo vamos acumulando cosas que nos ha costado conseguir, que queremos conservar para cuando la vejez merme nuestras capacidades y que deseamos transmitir a nuestros hijos, ya que no podemos llevárnoslas al otro mundo con nosotros. Estudiamos para poder trabajar y trabajamos, primero, para sobrevivir y, luego, para tener excedentes de cosas.

                La mayor parte de la vida se nos pasa acaparando cosas, en un trajín monótono que nos lleva de un año a otro casi sin darnos cuenta. Y conforme vamos cumpliendo años nos creemos más a salvo del error, como si el mero paso del tiempo nos hiciera más prudentes y más sabios, cuando la realidad es que solo nos hace más viejos. Más sabios nos hace la experiencia, que no es lo mismo, y únicamente si estamos dispuestos a aprender de ella.


                Hace unas cuantas madrugadas vi a un hombre dormido en la playa, entre una nube de palomas y de loros, bajo una sombrilla y un manto de cartones. A su lado, había tumbada una bicicleta. No puedo decir si era un sintecho o un turista mochilero obligado por las circunstancias a dormir a la intemperie. Lo que sí sé es que al verlo sentí curiosidad por su vida y que me pregunté quién sería más rico de los dos, si él, con su sombrilla y su bicicleta, o yo, con mi casa y mis cosas. 


sábado, 13 de febrero de 2016

La posición*

               Cuando se quiere dominar un área, lo importante es tener cogida la posición. Los que hemos jugado a baloncesto lo sabemos muy bien, especialmente los que lo hacíamos de pívot. Una vez tomada la mejor posición junto a la canasta, es más fácil coger los rebotes y tienes más posibilidades de no fallar en el tiro. Tomar la mejor posición es esencial en todos los deportes de contacto y lo es en los juegos en los que se van comiendo piezas, como en el ajedrez, en el que para ganar resulta fundamental dominar el centro del tablero.

                Ganar la posición es imprescindible en la guerra y también lo es en la política. Los partidos toman la posición en varias líneas ideológicas que van de un extremo a otro, por el que se mueven los electores. Se posicionan, por ejemplo, siendo de izquierdas o de derechas, y también siendo independentistas, autonomistas o centralistas. Cuando se posicionan, los partidos recogen los votos de los electores que se sitúan en su esfera ideológica. Un partido político bien posicionado tiende a coger muchos votos, incluso aunque lo haga mal, en tanto que un partido perdido en el terreno de juego ideológico tiende a recoger pocos votos, aunque lo haga bien.

                Los partidos pretenden ocupar la mayor posición posible, a fin de recoger votos de electores de una ideología menos afín. En ese afán por ensanchar el espacio, algunos partidos abandonan buena parte de su esencia, tanta que en ocasiones se muestran irreconocibles, con lo que se devalúan y pierden los votos de sus electores más fieles. En otras, los partidos se mueven considerablemente hacia un lado, abandonando el espacio que antes ocupaban, con lo que se llevan con ellos a buena parte de los electores, pero dejan sin opción política a muchos ciudadanos ubicados en esa parte del espectro.

                Convergencia Democrática de Cataluña, por ejemplo, que ocupaba un espacio enorme en el centro de la línea que separa a los partidos entre independentistas y centralistas, se dirigió hacia el independentismo, llevándose consigo a muchos electores, que acabaron no votándolo a él, sino a un partido ubicado allí desde siempre, como Ezquerra, en tanto que dejó sin representación a los electores que se mantuvieron en su sitio. El resultado fue la pérdida gradual de votos propios, el incremento de votos de Ezquerra y el desconcierto del electorado que se quedó en el centro.

                Ahora que se pretende formar el Gobierno de España, los partidos están tomando decisiones buscando más la mejor posición de cara a unas futuras elecciones que pretendiendo el interés público. Podemos sabe que ocupa mucho espacio a la izquierda, que ocupará más con la inevitable llegada de Izquierda Unida y que a poco que se modere podría ocupar por su derecha buena parte del espacio del PSOE. El PP sabe que ocupa toda la derecha, donde no compite con nadie, y que podría recoger muchos votos de electores de Ciudadanos temerosos de que gobierne Podemos. La mayor parte de los votantes están en las inmediaciones del centro, de donde recogen votos todos los partidos pero, esencialmente, PSOE y Ciudadanos. En una situación tan tensa como la actual, sin embargo, también los votantes tienden a tensionarse y buscan soluciones más polarizadas, tanto en la izquierda como en la derecha, donde tienen ocupada su posición Podemos y el PP.

                La tensión genera sufrimiento social y perjudica al interés general, pero favorece a los intereses electorales de quienes se encuentran tirando desde las posiciones más extremas de la cuerda. No es de extrañar, pues, que quienes ocupan normalmente ese lugar estén utilizando toda su capacidad de influencia sobre el electorado para añadir tensión a la tensión.

                También la tensión forma parte del juego de envite en el que desgraciadamente se ha convertido el panorama político español. Nuestros representantes no solo parecen incapaces de llegar a un pacto global sobre nuestros intereses comunes, sino que les cuesta ponerse de acuerdo sobre algo tan simple como el momento o el lugar donde reunirse. Mientras tanto, nosotros asistimos a sus movimientos como si nuestros votos solo fueran unas cartas que se pueden mostrar o guardar en la manga con el único afán de hacer errar al contrario y que volverían a repartirse en unas nuevas elecciones.


                Como no se trata tanto de encontrar mayorías para legislar como de elegir de entre ellos a uno que sea Presidente del Gobierno, todo este postureo inútil se evitaría si, como sucede en otros países, al líder del poder ejecutivo se lo eligiera directamente por el pueblo, preferiblemente a doble vuelta. Si ellos no son capaces de encontrar una solución deberían reconocer su incompetencia y dejar que decidiéramos nosotros. Tal vez entonces quedaría cada uno en la posición que se merece.

        * Publicado en el semanario La Comarca

sábado, 6 de febrero de 2016

El enjoto

             La otra tarde, Carmen y yo fuimos a hacer fotos a los alrededores del pantano de La Colada. Yo conozco el sitio, porque he ido por allí muchas veces, y quizá por eso anduve tanteando varios caminos donde dejar el coche, hasta que finalmente nos bajamos en un lugar cualquiera y nos pusimos a andar hacia la lámina de agua. Cualquier aficionado a la fotografía sabe lo que absorbe eso que bien puede llamarse “buscar la foto”, de lo que he hablado en alguna entrada anterior, y buscando la foto pasamos ahora no sé cuánto tiempo hasta que descubrimos que por el horizonte asomaba la luna llena.

         La luna, envuelta en un cerco de tonos rojizos, nos atrajo por completo. Tanto, que no le echamos cuentas a que se estaba haciendo de noche, ni nos percatamos cuando la noche se cerró por completo.

Mi madre, a eso que sentimos nosotros por la luna lo habría llamando “enjoto”, una palabra que no viene en el diccionario. El enjoto es un anhelo sin sentido, la voluntad tozuda cuando uno ya no es dueño de ella, el empeño por un fin que en realidad es una atracción irresistible. Mi madre habría dicho, por ejemplo, “es que está enjotado con los caramelos”, o “es que tiene enjoto con fulanita”.


El enjoto es a la resolución como el encoñamiento es al amor. El enjoto y el encoñamiento suponen pérdida de la voluntad, autoengaño y la existencia de una pretensión falsa. Ahora bien, si el encoñamiento solo se puede sentir por lo que su propio nombre indica, el enjoto puede sentirse por cualquier cosa. Nosotros, por ejemplo, lo sentimos aquella noche por la luna, pero veo que otros lo sienten por el poder, especialmente lo veo ahora, que en España se está negociando (creo que esta palabra le viene grande a la mayoría de nuestros políticos) la creación de un Gobierno y un determinado territorio está planteando la independencia.


Aunque el fin debería ser el interés común, y en función de eso buscar lo que nos une, hay quien tiene enjoto con la independencia, aunque sea para ir a peor, y hay quien tiene enjoto con llegar al poder, aunque no sepa muy bien cómo va a poder gobernar luego.


Aquel día, a Carmen y a mí se nos hizo bien tarde, y el caso es que, cuando tomamos el camino de vuelta, no nos acordábamos dónde habíamos dejado el coche. Anduvimos mucho tiempo a la luz de la misma luna por la que habíamos sentido enjoto y, cuando estábamos a punto de pedir ayuda, nos adentramos por la Cañada Real de la Mesta, aunque suponíamos que no había sido allí donde nos habíamos bajado. Afortunadamente, dudar de uno mismo suele ser un buen método para salir de los peores atolladeros y a unos cientos de metros nos topamos con el bulto oscuro del vehículo, ni más cerca ni más lejos que donde lo habíamos dejado.

Nos reímos de lo que nos había sucedido, claro. Por eso lo cuento. De hecho, si alguien hubiera ido a rescatarnos, todo esto habría quedado en el más absoluto de los secretos.


martes, 2 de febrero de 2016

La perplejidad

               Alguien a quien conozco bien acaba de obtener una doble titulación universitaria, en España y en Francia. En Francia, en la gala final de la carrera le dieron el diploma demostrativo del título, sin que previamente hubiera tenido que abonar ni un céntimo. En España (en Sevilla, más en concreto), ha debido pagar las tasas correspondientes para que le den el diploma, por lo que le han extendido un justificante. Ese es el documento del que dispone en la actualidad para acreditar que ha completado sus estudios y del que dispondrá durante mucho tiempo, tal vez varios años, si nos atenemos a lo que en España se suele tardar en expedir un título. De hecho, a esta misma persona tardaron más de cinco años en darle el diploma acreditativo del título que obtuvo en el conservatorio profesional de Córdoba.

                Trabajo en una Administración pública desde hace una pila de años y no me imagino una instrucción más simple que la expedir un diploma. Que las Administraciones educativas españolas se demoren varios años en otorgar un documento cuyo único requisito previo es la comprobación de un expediente y el estampado de unas firmas no me produce otra emoción que la perplejidad. ¿Cómo es posible que se tarde tanto en hacer algo tan sencillo? Y aún más, ¿cómo es posible que en España nadie se espante ante un dislate tan enorme? ¿Será porque a  la postre se funciona igual con el diploma que con el resguardo del diploma?

                La evidencia de que España no es un país que funcione con diplomas, sino con el resguardo del diploma, me ha llevado a pensar que en España no tenemos desde hace bastante tiempo un Gobierno constituido formalmente después de unas elecciones, sino un Gobierno provisional. Otra evidencia es que con el Gobierno provisional se funciona bastante bien, quizá mejor que con un Gobierno definitivo. Que el Parlamento no ande cambiando las leyes y que el Gobierno no meta las manos en la realidad más que para ejecutar meros actos de trámite se agradece sobremanera. Especialmente porque esa realidad que los políticos dejan a su libre albedrío es la sociedad, que en España es bastante más capaz y más madura de lo que están demostrando ser ellos mismos.


                También se agradece que los únicos que no han dejado de funcionar sean los jueces, el último defensor del interés público que representa una ley que ahora no cambia. Una situación no muy distinta, si se me permite citarme, de la que había al principio en la ciudad de Sholombra