martes, 22 de abril de 2014

El Peñón de Peñarroya



        Hace muchos años, siendo yo todavía un niño, don Victoriano, el profesor de Política, me sacó a la pizarra y, al verme tan alto (los profesores de Política eran también los de Educación Física), me preguntó si quería jugar al baloncesto en el equipo del instituto. La pregunta no tenía otra contestación que el sí, supongo, y eso fue lo que le dije. Entrené unas cuantas veces, muy pocas, con otros jugadores tan inexpertos como yo, y jugué mi primer partido contra Peñarroya-Pueblonuevo en aquella localidad. El resultado lo dice todo: 62-2 a favor, por supuesto, del equipo escolar de Peñarroya. Recuerdo que yo marqué la única canasta de mi equipo y que uno de los dos espectadores del partido grito al ver semejante prodigio: “Marcad a ese, que es peligroso”.
             Aquella experiencia traumática no me hizo abandonar el baloncesto, y durante los años que siguieron jugué muchas veces más en Peñarroya, que era la localidad de la provincia de Córdoba donde más reputación tenía ese deporte (más, incluso, que en la capital) y la que más capacidad de influencia tenía en la Federación. Peñarroya fue la primera localidad del norte de la provincia que tuvo pabellón cubierto, mucho antes que Pozoblanco. Cuando la Federación obligó a los equipos a disponer de una alternativa cubierta para jugar los días de lluvia, el equipo de Pozoblanco iba a jugar al pabellón de Peñarroya, donde siempre fue acogido con los brazos abiertos, aunque pidiera socorro sin antelación alguna.
              Por aquellos días, Peñarroya era todavía el pueblo más importante de la zona norte de Córdoba, y aún conservaba buena parte del lustre de haber sido el mayor núcleo industrial de la provincia y uno de los pueblos más grandes de España. A Peñarroya debíamos ir para sacarnos el documento nacional de identidad, y mi instituto era, en realidad, una sección delegada del de Peñarroya, a donde hasta solo unos cursos antes iba un autobús a diario con los estudiantes de Pozoblanco que querían hacer el bachillerato.
Peñarroya-Pueblonuevo
 Pero ya en aquellos lejanos tiempos se veía que estaba en decadencia. Jugué los primeros partidos en el campo de baloncesto de la OJE, cuya sede se ubicaba en el lado sur de la plaza de Santa Bárbara, delante de lo que hoy es un descampado yermo y era entonces un vasto territorio sin actividad. Aunque nosotros veíamos a Peñarroya con una suerte de admiración, los amigos de aquella ciudad nos hacían ver que la suerte del pueblo estaba demasiado ligada a la minería, cuyo final estaba próximo, que el trabajo del presente era más producto de la inercia que del afán diario y que el futuro estaba lleno de malos augurios. Peñarroya-Pueblonuevo, que había surgido en 1927 de la unión de Peñarroya y Pueblonuevo del Terrible, municipios segregados no mucho antes de Belmez, estaba exhausto, y su resplandor, en fin, no era producto de una llama, sino de las brasas de una lumbre a medio sofocar.

Cerca de Peñarroya hay un peñón al que siempre oí llamar, simplemente, el Peñón, que avisa de la ubicación del pueblo y es, además de una referencia geográfica, un hito para la memoria. Cuando pensé en andar por un paraje próximo a esa localidad, me acordé de que nunca había subido al Peñón de Peñarroya, y me dispuse a ello aquel mismo día, Domingo de Resurrección, sin haberlo previsto y solo.
 
Fuente Obejuna

Después de una semana primaveral, de calor incluso, el día había amanecido gris y con los pronósticos del tiempo dando agua. De hecho, me llovió un poco por el camino, aunque cuando llegué a Peñarroya el sol alternaba con las nubes y la temperatura era la ideal para el ejercicio de los caminantes. Abrigado con una camisa y el chubasquero, inicié la marcha por la calle Málaga, que es recta y bastante empinada. Al terminarla, giré a la izquierda para coger hacia el Oeste la calle Dos de Mayo, anduve por ella unas decenas de metros y tomé enseguida el camino que sube directamente al peñón tras pasar junto a la llamada Fuente de la Poza.
Últimas casas de Pueblonuevo y, al final, Belmez
 A unos doscientos metros, el camino se bifurca. Yo tomé el ramal de la izquierda y empecé a ascender en línea recta por el cerro que los mapas llaman de la Cruz. El camino sube rodeado de matorral propio del bosque mediterráneo, que por esta época del año tiene a la mayoría de sus plantas en flor, especialmente lavandas, aulagas y jaras. Entre las jaras, precisamente, estuve un buen rato esperando a que el sol, que iluminaba a retazos el valle del Guadiato, saliera de entre las nubes y cayera directamente sobre el castillo de Belmez, a fin de recogerlo soleado en alguna de las muchas fotografías que hice. Pero no lo conseguí, ni entonces, ni en las diversas paradas que efectué para mirar atrás y contemplar el paisaje, en el que destacaba sobremanera el extenso casco urbano de Peñarroya-Pueblonuevo, pero también los más lejanos de Belmez y Fuente Obejuna, la sierra de los Santos y el pantano de Sierra Boyera.
Nido de ametralladoras
 El camino es corto y se termina pronto. Desde la misma base del peñón se divisa, además, el Norte, con sus sierras y alguno de sus pueblos, como La Granjuela. Allí mismo hay un nido de ametralladoras de la Guerra Civil, lo que me hizo recordar que una vez, en el camino de Pozoblanco a Peñarroya, una persona que me acompañó me dijo haber visto aquellas lomas sembradas de cadáveres.
 El último tramo hasta la cruz que corona el peñón se hace por una vereda urdida entre las piedras. Arriba del todo, la vista es espectacular. Y arriba del todo, sentado sobre el Peñón, me felicité por la suerte que había tenido con el día, ni muy claro ni muy oscuro, ideal para el contraste de luces y para el brillo de los colores.


No bajé por el otro lado, sino por el mismo, aunque por un camino distinto que discurre más pegado al peñón, cuyo primer tramo es, en realidad, una vereda estrecha, pedregosa y resbaladiza. Sobre la mitad de su trazado, sin embargo, toma otra categoría para facilitar el acceso a los olivares que hay a un lado y a otro y se hace bastante cómodo. Así, cómodamente, entra en el pueblo por la calle Almanzor.
 Buscando el indicador de un sitio donde tomarme un refrigerio, me topé con muchos carteles de casas que se venden, pero no di en esta parte de la ciudad con ningún bar abierto. Había gente por la calle, pero no mucha, y casi toda personas mayores. Yo supuse que, aunque era media mañana, tal vez fuera demasiado temprano después de una Semana Santa de fiesta.
Peñarroya-Pueblonuevo



jueves, 10 de abril de 2014

En el castillo de Puebla de Alcocer



La fotografía no es un arte como los demás, en el que el resultado depende única y exclusivamente de la capacidad del artista. Si un cuadro excelente es la consecuencia exclusiva de la actuación de un pintor y una novela magistral lo es de la de un escritor, en una buena fotografía suele haber (además) un componente azaroso. Aprovechar el momento depende de la capacidad del fotógrafo, efectivamente, pero también depende del momento mismo y de su contenido, que unas veces llega de una forma y otras, de otra. La misión del fotógrafo es trabajarse el azar para tener más oportunidades y mejores, al menos cuando no se trata de realizar una foto de estudio.
 El fotógrafo y lo fotografiado son dos de los tres elementos necesarios para la fotografía. El otro, es la cámara fotográfica. Las cámaras y, en general, toda la técnica relacionada con la fotografía ha evolucionado en unos pocos años de una forma increíble. Y lo ha hecho a mejor. Si antes una buena foto necesitaba de la aportación imprescindible de un buen fotógrafo y de una cámara al menos mediana, que sólo unos pocos tenían, ahora casi cualquier persona puede disponer de una buena cámara con la que realizar cientos o miles de fotos. Y las cámaras miden la luz, la distancia y la sensibilidad necesaria, aparte de disponer de un montón de funciones más, como si está sonriendo o no la persona que posa.

Ahora, el fotógrafo no gasta carretes, sino capacidad de almacenaje, lo que es tanto como no gastar, por lo que puede hacer miles de fotografías en modo automático y tratarlas luego en el ordenador. La proliferación de fotografías, junto con los programas de tratamiento de imágenes, ha hecho que disminuya el componente azaroso para un fotógrafo concreto. Y ya no le hace falta tanta formación ni tanta pericia. Le basta con disparar un montón de veces, extraer luego las que más le gusten y mejorarlas un poco en su casa.
 La proliferación de cámaras ha hecho, además, que el mundo esté sometido permanentemente al ojo escrutador de las cámaras. Cualquier teléfono móvil tiene hoy una cámara más que aceptable con la que se pueden hacer fotografías cuando el hecho imprevisible está ocurriendo. Como ya no hay suceso sin reporteros, el azar no es el de la fotografía, que siempre llega, sino el del fotógrafo.

La fotografía, en fin, es un arte que se ha democratizado mucho. Y que está en auge. Hay muy pocos fotógrafos muy buenos, pero hay mucha gente que hace buenas fotografías, incluso muy buenas, aunque no sean buenos fotógrafos.
 El domingo pasado unos cuantos amigos (varios de ellos aficionados a la fotografía), tuvimos la oportunidad de hacer montones de fotos de un paisaje verdaderamente espectacular, y alguna de ellas no debió de salirnos demasiado mala. El paisaje en cuestión es el que se divisa desde el cerro del castillo de Puebla de Alcocer, en Badajoz, a donde llegamos a media mañana, después de haber bordeado y cruzado el pantano de la Serena envueltos en la niebla. La niebla, afortunadamente, estaba abajo, en los llanos, no en lo alto del cerro, donde el panorama no era muy distinto del que se divisa desde un avión que sobrevuela un mar de nubes

En la cima del monte hay un bar-restaurante (La alacena del castillo, se llama). Mientras tomábamos en él un café, la niebla de abajo empezó a disiparse, dejando a la vista el territorio más próximo al castillo, donde se halla, hacia el Norte, la localidad de Puebla de Alcocer y, hacia el Sur, la de Esparragosa de Lares, y tapando el resto del territorio, especialmente el valle del Zújar, cubierto en buena parte por las aguas del pantano de La Serena.

Desde el cerro del castillo, al que se accede por una estrecha carretera que sube desde Puebla de Alcocer, salen dos senderos. Uno, hacia el Norte, que baja hasta Puebla de Alcocer y, otro, hacia el Sur, que lleva hasta la ermita de la Virgen de la Cueva y, atravesando la ermita, hasta Esparragosa. Lo de atravesando la ermita no es una exageración, como pudimos comprobar personalmente. De hecho, el otro día la ermita estaba cerrada y debimos retroceder y volver a la carretera, por la que bajamos como un kilómetro, hasta la primera curva, donde tomamos un camino empedrado y muy cómodo que sale hacia la izquierda, por el que solo un poco antes había pasado el numeroso grupo de ciclistas que habíamos visto descansando en lo alto del cerro. La vista mientras se baja es maravillosa, especialmente en esta época del año, con los campos verdes y las flores punteando de colores el borde de los senderos.
  Por el camino se llega a Esparragosa en media hora, no más. En las afueras, junto a la ermita del Cristo del Consuelo, nos hicimos la foto de grupo. Tomamos una cerveza en el centro de Esparraguera, donde coincidimos con los ciclistas, y nos volvimos por el mismo camino, dicho sea grosso modo. Arriba, en el restaurante La alacena del castillo, que tiene una extraordinaria vista del valle, nos esperaba una buena comida y una mejor compañía, como nos dijo un buen amigo. A casa volvimos poco después con las pilas cargadas y la tarjeta de la cámara llena de fotografías.

sábado, 5 de abril de 2014

... por donde se ha andado toda la vida

El escarabajo verde visita nuestra zona. Si quieres ver el programa en RTVE a la carta, pincha sobre la imagen.

http://www.rtve.es/alacarta/videos/el-escarabajo-verde/escarabajo-verde-camino-publico-prohibido-paso/2489331/

miércoles, 2 de abril de 2014

Microbús



                He visto muchas miles de veces a Torrecampo desde La Motilla, la mayoría de ellas al amanecer. A esas horas, no es infrecuente que el pueblo se halle cubierto de bruma, aunque las nubes acostumbran a detener su camino un poco más allá, en la vega del Guadalmez. Torrecampo suele aparecer como un trazo recto, blanco y rojo, sobre el verde del bosque de dehesa, roto a la izquierda por los cipreses del cementerio y enmarcado por la línea de los montes de la Sierra de Alcudia. El sol, dependiendo de la época del año, le sale al viajero por la derecha, más o menos por donde está Fuencaliente.
Torrecampo visto desde La Motilla a primera hora del 30 de marzo de 2014
                 He visto las mismas miles de veces a Pedroche desde La Motilla, la mayoría de ellas a primera hora de la tarde. Pedroche está en lo alto de un pequeño cerro y desde La Motilla se divisa por completo su lado norte. Los colores de Pedroche también son el rojo y el blanco, pero no forman una línea, sino un racimo extendido en el valle sobre el que fluye el chorro ocre de la torre de El Salvador.
Pedroche visto desde La Motilla a la misma hora del mismo día
                Desde el altozano de La Motilla se ve Torrecampo a un lado y al otro, Pedroche. Son dos visiones distintas. Pedroche es más la contemplación del pueblo y de su torre y Torrecampo es más lo que evoca y los montes grises que cierran el horizonte. Cuando el viajero va de La Motilla hacia Pedroche, se encamina al centro de la comarca. Cuando pone rumbo a Torrecampo, en cambio, va hacia la última periferia, detrás de la cual están los montes y, detrás de los montes, tal vez la nada.
                 Paso por La Motilla a diario y me cruzo a diario con el microbús que, con la ayuda de sus usuarios, sostienen exclusivamente los ayuntamientos de El Guijo, Pedroche y Torrecampo para que los vecinos de sus pueblos (más de 3.000 habitantes en total) puedan acudir a Pozoblanco, donde está el Hospital Comarcal, las oficinas de la Administración Central y de la Junta de Andalucía, la educación alternativa a la pública, el Registro de la Propiedad y, entre otros lugares donde se prestan servicios y se venden cosas, donde están las conexiones por autobús con el resto del mundo. Lo sostienen estos Ayuntamientos, aunque no es un asunto de su competencia, porque muchos vecinos de El Guijo, Pedroche y Torrecampo tenían que hacer autostop o que pagarse un taxi interurbano para algo tan elemental y tan necesario como acudir al especialista médico, esto es, para ir al mismo sitio que otros vecinos de otros municipios iban en autobús. Y lo sostienen estos Ayuntamientos sin recibir compensación alguna, ni del titular de la competencia, que es la Junta de Andalucía, ni de ninguna otra Administración.
                 También me cruzo a diario con el autobús que lleva a los estudiantes a los institutos públicos de Pozoblanco. Los estudiantes se pueden subir en el microbús público de los Ayuntamientos, si quieren, pero el público en general tiene prohibido subirse en el autobús de los estudiantes, que va medio vacío. La legislación tiene esas paradojas, seguramente llenas de razón, pero que a muchas personas nos cuesta trabajo entender.
                  El caso es que ha cambiado la legislación local y no sé cuánto tiempo podrá durar el servicio de microbús de los Ayuntamientos, al menos tal y como está montado. Por ahora, los vecinos de El Guijo pueden ir a Pozoblanco en el microbús de su Ayuntamiento, que costean (hay que decirlo muchas veces, para que se sepa bien), además, los Ayuntamientos de Torrecampo y Pedroche, a fin de que sus vecinos también puedan ir a Pozoblanco. Los municipios de El Guijo, Torrecampo y Pedroche tienen poco movimiento y por eso no tenían viajeros para sufragar el coste del servicio de autobús, así que el concesionario renunció y ya está. Y, excepto los dolientes, casi nadie se enteró de ello, ni siquiera en la comarca, aunque hubo movilizaciones de los vecinos afectados.
                 Hay un camino que va desde la carretera de El Guijo a Torrecampo (A-2300) a la carretera de Torrecampo a Villanueva de Córdoba (CP-138) y pasa por La Motilla. Nosotros lo hicimos el otro día. Es un recorrido muy cómodo, que se hace por una zona alta de la penillanura desde la que se divisan los tres pueblos mencionados, especialmente Pedroche, cuya dehesa de propios se atraviesa. Yo paso por La Motilla a diario y al sentarme a escribir esta pequeña crónica me he acordado de los viajeros del microbús que deben pasar por este mismo punto para ir a sus obligaciones, un microbús que, ya digo, costean ellos, los Ayuntamientos de sus pueblos y nadie más.