miércoles, 31 de octubre de 2012

El jardinero del edén


El jardinero del edén

© Juan Bosco Castilla

                 

             Harun, El Iluminado, vivía en un palacio de encaje a orillas del Guadalquivir, entre un bosque de almendros. Aunque su sabiduría era más que conocida, debía su gran renombre al increíble jardín de su palacio. Cuando el califa de Córdoba, llevado de toda suerte de comentarios maravillosos, se dignó visitar el jardín, quedó estupefacto al ver floridos rosales trepadores en busca del cielo, balanceándose con el frío viento del invierno.
             – Este jardín no tiene estaciones –le explicó Harun.

            Pero el califa no lo oyó: estaba confundido por el laberinto de madreselvas, cabellos de ángel, celindas y lilas y embriagado por el fluido perfume de los jazmines y el cálido aroma del azahar.

            – Dime, de qué ignoto país trajiste esta tierra –acertó a decir.

            Harun contestó:

             – No es la tierra, mi señor, que aquí estaba cuando mandé levantar el palacio, ni el agua, que es de nuestro gran río, sino las manos del jardinero.

            Harun mandó por él y al rato llegó un hombre viejo, dulce, que cojeaba sensiblemente. El califa le preguntó por tan extraño fenómeno y él, como si con ello contestara a todo, dijo:

            – Yo, mi señor, fui jardinero del edén.

            Nadie tuvo la menor duda, como si lo supieran de siempre, aunque nadie lo había oído nunca ni se les había ocurrido pensarlo.

            Un día infausto murió el jardinero. Su hijo, Mahmud, lo enterró en un arriate. Cada tarde, al caer el sol, murmuraba una oración viejísima y regaba aquel lugar, porque su padre siempre llevaba en el vientre una almendra.

            – Después de muerto quiero ser un almendro –le había dicho el viejo.

            La hija de Harun, que jugaba en el jardín a ser princesa de cuento, lo vio una vez llorar sobre el arriate.

            – Lloro porque con lágrimas nacen antes las plantas y crecen más lozanas, y quiero que mi padre se convierta pronto en un árbol.

            La niña, acostumbrada a oír llorar de pena y a ver regar con agua, rió a carcajadas. “Pareces tonto”, dijo, y se fue saltando sobre el mármol del pasillo, rozando levemente las flores más atrevidas. Mahmud lloró de pena bajo un sauce gigante.

            Otro día, la niña llegó, curiosa.

            – ¿Ves? –dijo el jardinero señalando un tallo recién nacido en el suelo–, eso es mi padre.

            La niña quedó pasmada. Luego dijo:

             – A mí me gustaría ser una flor de agua.

            Fue corriendo a un estanque y metió la mano. Los peces veteados rozaron con el lomo los dedos sumergidos. De pronto, se levantó, miró hacia el arriate y gritó: “Cuando me muera, quiero ser una flor de agua”. Dio un salto y corriendo se perdió entre las plantas.

            La niña acabó acercándose todos los días, con un alboroto que alteraba el vaivén de las hojas y el palpitar de las fuentes. Mahmud la esperaba tendido bajo el lánguido sauce.

            – Soliviantas a las flores –le decía el jardinero.

             Ella reía sin hartarse, recién bañada, fresca, el pelo negro aún mojado.

            – ¿Qué flor linda me descubrirás hoy?

            La niña lo acompañaba a todas partes, le ayudaba a podar, abría y cerraba los canales y removía la tierra, y el jardín estaba todavía más hermoso.

            – Mi señor –dijo el jardinero a Harun–, quiero pedirle permiso para enseñar a las plantas a inclinarse al paso de mi señor.

            Harun, sin inmutarse, dijo que sí, y al volver, al cabo de varios días, las plantas doblaron su tronco como movidas por un viento mágico. Harun recompensó al jardinero.  “Pero que sólo se inclinen al paso del califa”, indicó.

            Otra vez, Mahmud pidió permiso para enseñar al jardín a cantar y, a los pocos días de haberlo obtenido, el amo escuchó un canto entonado por el agua de las fuentes, las hojas de los árboles y el ruido de los insectos.

            – Vine –comentó Harun– porque creí que había bajado una legión de ángeles.

            Una tarde que no acudió la niña, Mahmud recordó el día que ella lo encontró llorando y le dijo que era tonto. Entonces, se dio cuenta de que el almendro sobrepasaba con creces la tapia, que la niña era una mujer y que él la amaba. Y al día siguiente, cuando estuvieron otra vez juntos, Mahmud pensó tan fuerte que la amaba que fue como si lo hubiera dicho. A ella le dio vergüenza contestar, pero pensó muy fuerte “yo también te amo”, y él lo oyó.

            El jardinero pidió a Harun la mano de su hija. El impasible Harun quedó atónito.

            – ¿Cómo puedes tú, un simple criado, pedir la mano de mi hija? –contestó airadamente.

Mahmud entendía poco de alcurnias.

            – Nos amamos – aclaró.

            Harun se enfadó aún más.

             – Mi hija amará quien yo diga –gritó, y mandó echar al jardinero del palacio.

            El jardín entristeció rápidamente. Las flores se marchitaron, los árboles perdieron sus hojas y ni un jardinero tunecino ni un sabio persa que había escrito un tratado sobre jardines colgantes lograron evitarlo. Únicamente florecía el almendro del padre de Mahmud.

            La hija de Harun contrajo matrimonio con un hijo del califa y se fue a vivir su desdicha a un palacio rodeado de palmeras situado en el borde de la sierra. A mí me contaron que lloraba en un huerto, detrás del palacio, donde acudía con el pretexto de pasear entre los naranjos. Me contaron, también, que siempre iba al mismo sitio, de suerte que no vieran su sufrimiento. Lo demás es todo de Haled, el narrador: “Nació un tallo pequeño que fue creciendo rápidamente con las lágrimas. De él nacieron ramas, y de las ramas nacieron más ramas. El almendro floreció y tuvo almendras sin perder las flores. La mujer, al reconocer el prodigio, lloró tanto y tan fuerte que se ahogó en sus propias lágrimas”.

            Puede no ser verdad. Pero lo cierto es que hay dos almendros de flores eternas: uno está situado en el devastado jardín de Harun. El otro está en la sierra, al borde de una inexplicable laguna salada poblada de flores marinas.

 

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lunes, 29 de octubre de 2012

8.8. Un decorado muy grande



En España todo el mundo era consciente después del año 2000 de que se estaba produciendo una burbuja inmobiliaria. (Las causas son conocidas y no conviene a estas páginas profundizar en ellas. Entre otras, lo fueron el crédito barato, los beneficios fiscales, la falta de suelo edificable, la normativa urbanística y la entrada de pequeños inversores). Los que compraban los pisos los vendían enseguida por más dinero a otros que muy pronto los vendían más caros. Había millones de personas dedicadas a la construcción directa o indirectamente. El paro había bajado hasta tal punto que el país fue capaz de digerir (con alguna pesadez, es cierto) cinco millones de inmigrantes, que se ocuparon de los trabajos que no querían los españoles. Los bancos y las cajas concedían hipotecas por encima del precio de tasación a cualquiera que le presentara un contrato de trabajo, otorgaban cantidades ingentes a los promotores y ponían a sus directivos (en las cajas había sacerdotes, impositores, sindicalistas y, sobre todo, políticos) retribuciones de escándalo que no escandalizaban a nadie. El dinero se movía sin descanso y crecía a una velocidad increíble. Los trabajadores ganaban lo que no habían ganado nunca, lo mismo que muchos profesionales y muchos autónomos, y numerosos empresarios se estaban haciendo ricos. Menos los empleados públicos (cuyos sueldos subían al ritmo de la inflación prevista o por debajo de ella) y los más parias de los trabajadores, toda la sociedad veía hincharse su nivel de vida como no lo había hecho jamás.

 

Todas las burbujas están vacías. En toda burbuja hay una desproporción tan grande entre su realidad huera y su gigantesca apariencia que se nota a simple vista. Cuando los gobernantes son inteligentes y cumplen con su función, hacen explotar la burbuja antes de que engorde demasiado. Las burbujas inmobiliarias se han dado en otros momentos de la Historia y en otros Estados y se conoce lo arrasadas que quedan las sociedades después de que explotan. Pero en España el Estado pagaba poco por desempleo y recaudaba mucho por IVA y por IRPF, lo que a pesar de sus gastos inmensos lo llevó a tener superávit presupuestario. Las Comunidades Autónomas recibían cada vez más transferencias del Estado, con las que podían realizar más gastos (muchos de ellos “de cercanía”, que son más rentables electoralmente, por identitarios y demagógicos). Las Diputaciones podían conceder más subvenciones y establecer más servicios. Y los Ayuntamientos podían recaudar más por los convenios urbanísticos y el impuesto de construcciones. 

 

Y todos ellos podían garantizar más préstamos, pues con las cantidades enormes que percibían por la vía de los impuestos y las transferencias no tenían suficiente: la necesidad crea el órgano, que para mantenerse requiere dinero, y la necesidad de las sociedades en las que casi todo es gratis (aparentemente gratis) es tan gigantesca como la imaginación de sus dirigentes para satisfacerlas.

 

¿A quién interesaba hacer estallar la burbuja? 

 

Los gobernantes españoles, a medias entre la candidez y la estupidez, ajenos al interés público y siempre con escaso sentido de Estado, paseaban por el mundo el éxito español como si fuera producto del desarrollo de la sociedad, cuando casi todo era consecuencia de la especulación y detrás del decorado de ladrillos en que se había convertido España había muy poco de sustancia.

 

La burbuja española estalló, finalmente, y lo hizo, además, en el peor momento, pues la economía internacional se hallaba inmersa en una crisis bancaria derivada en buena medida de una burbuja similar nacida en Estados Unidos y propagada por el globo como un virus de la mano de la codicia y del ultraliberalismo, que hizo quebrar a bancos (como Lehman Brothers) y a Estados (como Islandia), a la que luego se añadió una crisis específica de la zona euro, causada por la desconfianza de los mercados financieros en la deuda de algunos países de la misma y la subsiguiente serie de ataques especulativos sobre los bonos públicos de los menos estables, entre ellos España.

 

Los países de progreso real, esto es, los que tenían formación, patentes y universidades ligadas a la producción, los que tenían unos trabajadores unidos con la empresa y dispuestos a sacrificarse por su puesto de trabajo y por el de sus compañeros, los que dedicaban buena parte sus presupuestos a investigación y desarrollo, los que tenían un régimen laboral que podía adaptarse a la circunstancias, una clase política que miraba al largo plazo y unos dirigentes sociales que posponían sus intereses particulares por los de la sociedad, los que tenían muchos empresarios que amaban a su empresa más que a su patrimonio y los que poseían una Administración dimensionada adecuadamente, consiguieron salir adelante en no demasiado tiempo. 

 

España, en cambio, tenía un progreso muy inferior al grado de bienestar de su sociedad, que había obtenido en buena parte con las ayudas de Europa y el engañoso dinero de la construcción. Cuando los especuladores huyeron del ladrillo y el sistema económico se vino abajo, la sociedad se encontró que había invertido buena parte de su dinero en unos pisos tan caros que nadie podía comprar, con unos bancos lastrados por numerosos activos vinculados a la construcción, hipervalorados o fallidos, y excesivos banqueros ineptos con sueldos multimillonarios que se aferraban a su cargo, con unas Administraciones dimensionadas para unas necesidades que ya no se podían mantener, con unos sindicatos que seguían defendiendo para los trabajadores los mismos derechos que en las épocas de bonanza, con una normativa laboral tan rígida que hacía saltar las empresas cuando les llegaba una crisis, con unos políticos incapaces de renunciar a la demagogia por un puñado de votos, con un sistema territorial tan descentralizado que complicaba la adopción inmediata de políticas conjuntas y con unos ciudadanos acostumbrados a su nueva condición de ricos de pronto.

 

Cuando sobrevino la crisis, España tenía menos deuda pública que otros países, incluso estaba por debajo de la media europea, pero los mercados se dieron cuenta de que el desarrollo conseguido por España era en buena medida como el decorado de una gran producción cinematográfica y de que muchos ciudadanos estaban endeudados hasta las cejas.

 

       Y llegada la crisis, el país no tuvo capacidad de respuesta, porque ni estaban preparadas las instituciones, ni la legislación, ni los políticos, ni los agentes sociales, ni los ciudadanos, porque el país, en fin, había educado su mentalidad para un bienestar que le venía grande, pues sus estructuras de producción no podían mantenerlo. 

 

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sábado, 27 de octubre de 2012

8. La burbuja del bienestar



 

8.1. Unos honrados padres de familia

Unos honrados padres de familia, cuando buscan lo mejor para los suyos, gastan en el presente parte de lo que ganarán en el futuro para satisfacer las necesidades del presente o del futuro, pero antes cuantifican esas necesidades y las ordenan, a fin de no tirar el futuro de su familia por la borda. Por eso, si precisan una casa (que es un bien de inversión, de futuro) y no tienen dinero, se hipotecan hasta donde pueden y compran una vivienda acorde con sus posibilidades. Y si su coche está viejo y necesitan otro (el coche debería considerarse un bien de presente), piden un préstamo personal para comprar uno que no descuadre sus cuentas. Y si los hijos son buenos estudiantes, ahorran si pueden para darles unos estudios (que deberían considerarse un bien de futuro) y, si pueden, solicitan un préstamo si con los ahorros y las becas no tienen bastante. En todo caso, lo que no hacen es gastar más de lo que ingresan ni comprometerse a pagar más de lo que presumiblemente van a ingresar. Si necesitan más para los estudios de sus hijos y no pueden permitirse unas vacaciones, no se van de vacaciones. Si deben trabajar más o hacer horas extraordinarias, las hacen. Y si deben decirle a quienes más quieren que no hay dinero para lujos o incluso que deben administrar sus urgencias, lo hacen.

Los honrados padres de familia saben que el mejor instrumento para el desarrollo personal y económico es la capacidad de trabajo y la formación y transmiten a sus hijos esas ideas con hechos, exigiéndoles austeridad y haciéndolos responsables de sus actos y sus omisiones para que asuman sus consecuencias, aunque a ellos les duela.

 

8.2. Pagar préstamos con préstamos

Si unos honrados padres de familia se ven en una situación de apuro económico, lo razonable es que intenten solucionar tanto el problema de fondo como sus secuelas. Si las secuelas son que deben pagar inmediatamente la cuota que supone el vencimiento de un préstamo y no tienen dinero para hacerlo, pedirán un aplazamiento y, si no se lo dan, pedirá otro préstamo para pagar el préstamo, acaso a su familia o a sus amigos. Lo que deben procurar en todo caso es corregir lo que les ha llevado a no tener capacidad para reintegrar el préstamo vencido. Quizá deban trabajar más, o rebajar su nivel de vida.

Pero quizá no puedan trabajar más o no puedan rebajar su nivel de vida y el gasto en el que están empeñados es la educación de sus hijos, que juzgan absolutamente esencial, pues no tienen bienes que transmitirles y están seguros de que producirá beneficios en muy poco tiempo. Si es así, los honrados y valerosos padres de familia se endeudarán sucesivamente y pedirán nuevos préstamos para financiar préstamos vencidos, aunque deban pagar cuotas cada vez más altas, cuyo aumento contrarrestarán con la subida de sus nóminas y la disminución de sus necesidades.

Unos honrados padres de familia que piden préstamo tras préstamo salen del círculo vicioso en el que se han metido en cuanto desaparece la causa que lo engendró con la ayuda de los beneficios que les ha reportado.

Si la causa es la educación de los hijos y estos ya están trabajando, con el saldo favorable que constituye la desaparición de los gastos y, en su caso, con la ayuda de los hijos

 

8.3. Pagar préstamos con préstamos para irse de vacaciones

A nadie se le escapa que hay algo viciado en financiar préstamos vencidos con nuevos préstamos para hacer frente a gastos de inversión, aunque las operaciones caigan dentro del ámbito familiar y tanto los beneficios como los perjuicios sean asumidos por un colectivo amplio y solidario. Pero lo es mucho más cuando se sale del ámbito familiar y debe responderse ante terceros que se quedan con los beneficios. Y lo es más todavía cuando los intereses son muy superiores a la inflación, que suele ser la medida del incremento de los salarios.

Y si hay algo viciado en lo anterior, más debe haberlo cuando se trata de comprar un segundo coche, y más aún si el fin es irse de vacaciones un par de veces al año. En ese caso hay algo viciado siempre, incluso aunque el préstamo se conceda en el ámbito familiar, pero lo hay mucho más si se concede desde fuera, pues entonces debe sospecharse del futuro del que lo da y del que lo recibe.

En el futuro, en efecto, está la respuesta a todo. Consumir las ganancias del futuro para vivir el presente sólo tiene sentido si las expectativas de progreso son reales, como en el ejemplo de los padres que invertían en sus hijos. Si en el futuro no tendremos ni lo imprescindible, consumir lo que ganaremos entonces por el bienestar de hoy es la mejor manera de tirar el futuro por la borda. Y en el futuro estaremos nosotros y estarán nuestros hijos.

 


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jueves, 25 de octubre de 2012

7.3. Democracia y mercado





De la seguridad del trueque a la incertidumbre del dinero fiduciario

La historia del dinero es un ejemplo de cómo el ser humano ha ido resolviendo con la ficción las limitaciones físicas que la naturaleza impone a su desarrollo. Hizo falta una sociedad compleja, con apetencia de comercio y exigencia de respuesta a la acumulación de excedentes, para crear en el siglo VII a.C. en lo que hoy es Turquía la moneda de metal, cuyo respaldo era su propio valor, que superaba los inconvenientes del trueque. El éxito del invento hizo que se mantuviera con ligeras variaciones hasta el siglo XIX, en el que la moneda fue sustituida por un documento que aseguraba a su propietario ser portador de un derecho contra el Banco Central emisor, que le pagaría en oro. Si la moneda había facultado a algunos emisores a mezclar aleaciones de forma fraudulenta, a fin de establecer un valor nominal superior al real, la invención de los billetes permitió a los Estados financiarse de modo tramposo, y en no pocas ocasiones se emitieron billetes por un valor nominal muy superior al respaldo que podía ofrecer el Banco Central, lo que provocaba inmediatamente un proceso inflacionario que devolvía a la realidad el valor del dinero en circulación y castigaba a la sociedad con un estallido de pobreza. Cuando iba a concluir la II Guerra Mundial, con unos Estados Unidos enriquecidos y un mundo en bancarrota, las grandes potencias decidieron fijar al dólar como moneda de respaldo internacional y la única que a su vez estaría respaldada con las reservas en oro de un banco. El acuerdo duró hasta que en los años setenta del pasado siglo los Estados Unidos imprimieron billetes para financiarse y, tras varias devaluaciones, el dólar dejó de ser convertible en oro. Hoy, se entiende que la suma del dinero en circulación está relacionada con la riqueza del país que lo emite. Por ello, si se emite más dinero del que vale la suma de bienes y servicios de la población, el dinero valdrá menos, y viceversa. Pero todo eso es en teoría, porque lo cierto es que el dinero vale lo que alguien esté dispuesto a pagar por él, y en ese precio, como en cualquier otro, influyen las más diversas variables, muchas de ellas emocionales.

No obstante, si algo demuestra la historia del dinero, es que no se puede engañar a la realidad indefinidamente, y que al final del proceso, como todos los precios, también el del dinero vuelve a su ser natural.

 

Las burbujas, prototipo de la ficción

 Si una cosa vale lo que alguien esté dispuesto a pagar por ella, lo que interesa es comprarla por un precio inferior al que otro esté dispuesto a dar y vendérsela a ese otro, quien probablemente la comprará pensando que la puede vender más cara. Como el proceso es limpio, no necesita de más esfuerzo y genera abundantes beneficios, suscita admiración y produce un efecto llamada, que, ciertamente, sube el valor de la cosa, de modo que las compras y las ventas se van sucediendo con provecho para todos, incluidos los que prestan el dinero a los que compran y los entes públicos, que ganan con cada transacción una cantidad relevante en impuestos. Si en vez de una cosa son varias, el beneficio es proporcionalmente mayor, y si son muchas afecta a toda la sociedad, pues hay más gente que vende y que compra y más gente trabajando para hacer cosas, lo que origina más impuestos y de más clases y, en consecuencia, la posibilidad de dedicar más recursos públicos al bienestar de los ciudadanos.

No hace falta ser muy listo para intuir un error de principio en el proceso anterior y sospechar un desenlace aciago. De por medio, sin embargo, están la avaricia (la ambición es otra historia), el placer del juego, la ignorancia y una amalgama de intereses, lo que hace que los líderes económicos y políticos cierren los ojos a la realidad y consientan que la burbuja engorde hasta que no pueda más y, finalmente, estalle, llevándose consigo la diferencia entre lo que se ha pagado por la cosa y lo que vale verdaderamente y dejando tras de sí un rastro de miseria.

O quizá no cierren los ojos tanto y todos ellos sean conscientes de lo que va a ocurrir, pero no les importe porque para entonces tendrán el trabajo hecho: los especuladores serán multimillonarios, los fabricantes de la cosa habrán conseguido un patrimonio considerable, los directivos de los bancos habrán percibido sus millonarias retribuciones y los políticos habrán ocupado unos años el poder, aunque sea a costa de transmitirle a otros un desierto como herencia.

Porque las burbujas las pagan los últimos que llegaron, que suelen ser los más ignorantes y los menos lanzados, y el conjunto de la sociedad, singularmente las clases bajas, cuyos miembros están más expuestos a la adversidad, y las clases medias, sobre las que recaerá el peso de la reconstrucción.

 


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