viernes, 28 de septiembre de 2012

La Democracia retórica



                Cuando uno debate en un bar, cuando contesta a un correo o escribe un artículo, emite una opinión, que siempre es incompleta y muchas veces es apresurada. No en vano, las ideas surgen en el presente y se van completando en el futuro, cuando ya no está el otro con el que debatiste o no es posible corregir lo que dejaste por escrito.
                Por otra parte, nunca se sabe lo que existe dentro de uno. Tenemos conocimientos de los que no somos conscientes, opiniones que en realidad sólo son prejuicios y múltiples contradicciones cuando nos enfrentamos a una idea compleja (y eso, sin contar las contradicciones entre lo que a nuestro juicio deberían ser los otros y lo que nosotros somos en realidad, que siempre justificamos para acallar nuestra conciencia).                  Con el fin de saber lo que yo mismo opino sobre lo que me rodea desde el punto de vista político, a finales de 2011 me propuse elaborar un corpus más o menos completo de mis pensamientos. Uno sabe que tiene muchas limitaciones de pensamiento y que tiene muchas limitaciones de expresión, pero es consciente, también, de que posee la virtud de la constancia. Al cabo de muchos meses, terminé, en efecto, pero ya advierto que mis conclusiones no son nada del otro mundo.
                En todo caso, mi blog y mi página web son mías y, por ello, están llenas de mis imperfecciones, para las que no pido más indulgencia que la que se debe a toda buena intención. En ellas publicaré próximamente y por completo el resultado de mi trabajo bajo el título La Democracia retórica. Como anticipo, inserto en este blog el preámbulo, en el que vengo a explicar lo que se le viene encima al lector. 

Preámbulo

 

En esencia, la Democracia es el gobierno de todos para todos. La noción es clara y está amparada por la lógica del Derecho Natural, que sitúa a los seres humanos como iguales en su origen y su destino (todos nacimos desnudos y todos nos moriremos algún día), por lo que es fácil de explicar y difícil de combatir. Como la Democracia conlleva en sus adentros la idea de Libertad, que es sublime y nos equipara a los dioses, nada pueden hacer ante ella quienes intentan detenerla. No en vano, “Democracia” y “Libertad” se usan en los tiempos modernos como sinónimos, especialmente en los regímenes no democráticos, de manera que cuando los poetas con sus metáforas o los ciudadanos con sus gritos piden Libertad, en realidad están demandando Democracia.

            Ese todos, que se entiende más como suma de individuos que como unidad, es el titular de la soberanía, el pueblo, a quien en Democracia correspondería tomar todas las decisiones sobre su destino. Sin embargo, dado que el número de quienes forman las sociedades modernas hace imposible ese principio, en las democracias actuales se adopta la solución más razonable y más sencilla, que es la de elegir a unos representantes mediante un proceso en el que pueden participar todos los individuos mayores de una determinada edad. El voto es, en consecuencia, fundamental en la Democracia, hasta el punto de que si no hay voto, no hay Democracia. El voto, que vale igual venga del catedrático o del analfabeto, del virtuoso como del asesino sistemático, debe repetirse con la periodicidad necesaria para que exista verdadera conciencia de la representación y para corregir errores y depurar responsabilidades, ya que por el tamaño de la sociedad no es posible eliminar en cualquier momento el mandato que el pueblo confiere a sus representantes.

            Los votos de todos no pueden otorgarse a todos los que los ciudadanos desean, ni siquiera a todos los que quieren ser representantes, pues su número sería demasiado grande, lo que imposibilitaría el conocimiento de los candidatos y de sus propuestas e incluso el mismo proceso de la votación. Es obligado que los que quieren ser representantes se organicen en grupos afines y muy nutridos. Con ello, se simplifican las ideas de los candidatos y se encuadran las diversas opiniones y los múltiples intereses de los representados. Los grupos así establecidos ofrecen al pueblo constituido en electorado tanto personas para representarlo como propuestas. No obstante, el voto se concede a las personas, no a las propuestas que estas hacen, aunque existe la ilusión generalizada, y nunca destruida por completo, de que candidatos y propuestas configuran una entidad única, porque los candidatos se brindan con propuestas (con programas que las agrupan) cuando los ciudadanos son llamados a votar.

            Si en el ser humano anida la angustia por lo que el futuro le deparará a él y a los seres que ama, en el poder político reside la posibilidad de aliviarla mediante la transformación de la realidad (en eso se basa la erótica del poder: transformar la realidad es lo que hace Dios). O dicho de otra forma, dada la enorme influencia que el poder político tiene sobre la vida de las personas, las propuestas de los candidatos afectan a toda la esfera vital de estas. Las propuestas son, sin embargo, sólo manifestaciones de voluntad, y no están sometidas a otro control que el de la periodicidad de los procesos electorales.

            Como el voto depende de las propuestas y del voto depende la llegada al poder de quienes aspiran a disfrutar de él, los candidatos hacen promesas aventuradas o, directamente, de imposible ejecución, que en no pocas ocasiones son creídas por el electorado porque en el futuro cabe todo y porque hay numerosos ciudadanos que opinan y actúan con el prejuicio de una ideología previa, cuya esencia está emparentada con la fe.

            Lógicamente, entre las promesas formuladas y las consumadas hay una diferencia considerable que a los que ganaron las elecciones les interesa dulcificar, pues siempre hay un nuevo proceso electoral en el horizonte, el mismo al que deberán acudir los que perdieron las elecciones, a quienes, por el contrario, les interesa ahondar tanto en los incumplimientos de los que ganaron como en sus carencias personales. En la Democracia, actúa la convicción de que la verdad sale de la pugna entre esas dos medias verdades, o de la confrontación entre todas las partes de la verdad, si es que hay más de dos grupos en conflicto, y que los ciudadanos pueden acceder a ella con la ayuda de los medios de comunicación, que son libres y, en consecuencia, pueden destruir las ficciones con las que los políticos de distinto signo intentan enmascarar la realidad.

            Cuando el ciudadano supuestamente libre y consciente de sí vota, lo hace para designar a dos clases de representantes. Los más importantes son los que harán las leyes, pues estas regulan la convivencia, dan seguridad a los múltiples tipos de relaciones y comportamientos y limitan el poder de quienes ostentan el gobierno, que son los otros representantes a los que el ciudadano, directa o indirectamente, elige. De hecho, las leyes son la máxima expresión de la voluntad popular. En las leyes encuentra su legitimación, por ejemplo, el poder de los interventores públicos, que tienen por misión controlar que los actos con trascendencia económica de los gobernantes se ajustan a la normativa vigente.

            El imperio de la Ley es un freno racional al ejercicio del poder político y sin él (sin Estado de Derecho) no hay Democracia, aunque haya elecciones libres. Tampoco la hay si quienes deciden si se ha cumplido o no la Ley son los mismos que la promulgaron o quienes están obligados a cumplirla, si no hay, en fin, órganos ajenos a ambos que la interpretan y fuerzan a respetarla, esto es, si no hay un poder judicial independiente.

            Además, en las democracias modernas, la sociedad participa en la gestión pública a través de las diversas organizaciones que la vertebran, que llevan hasta el poder político el sentir y los intereses de los ciudadanos, y no es infrecuente que las leyes recojan la imposición de consultar a las más importantes de ellas, como los sindicatos o las entidades empresariales.

            De cuanto se ha dicho hasta este momento se desprende que la Democracia no procura superar los conflictos, sino institucionalizarlos, a fin de dotarlos de mecanismos suficientes para la convivencia de quienes participan en ellos. El resultado es un conjunto de pesos y contrapesos aparentemente frágil pero que dotan al sistema de una gran estabilidad. Por algo, sólo los regímenes democráticos triunfan y persisten en las sociedades modernas, que gozan con ellos del mayor grado de desarrollo y bienestar.

            En los últimos tiempos, sin embargo, se ha popularizado la sensación de que el modelo se ha deteriorado o, al menos, de que no cumple adecuadamente la función para la que fue establecido. Si antes los ciudadanos creían que la sociedad abrigaba los políticos que se merecían, ahora muchos ciudadanos opinan que no se merecen los políticos que los representan, lo que supone reconocer la persistencia de fallos cruciales en el sistema de participación política. Ante ello, ha nacido una corriente de opinión, bien es cierto que no correctamente articulada, que demanda más política, lo que en el fondo sería más intervención de los políticos. La complejidad de la sociedad, no obstante, y la circunstancia de que la mayoría de sus problemas tengan que ver con la economía, parecen reclamar justamente lo contrario. De hecho, buena parte de la perversión del sistema deviene del exceso de presencia política en la sociedad, que se ha ido incrementando a medida que, paradójicamente, se deterioraba la naturaleza del concepto de ciudadanía.

            Los ciudadanos han ido adquiriendo más derechos a la par que perdiendo obligaciones en un proceso sin vuelta atrás, lo que ha deteriorado gravemente la viabilidad económica del sistema, que se apoya en la ficción de que es posible gastar con absoluta impunidad lo que no se tiene. No es la única ficción que se construye en la Democracia actual. En realidad, habitan en ella e interactúan múltiples ficciones, usualmente con la aquiescencia tácita de los propios ciudadanos, ya reducidos a su condición de votantes, sólo de votantes.

            El presente libro es consecuencia de la observación de la sociedad y se realiza con la exclusiva pretensión de ordenar las ideas de quien lo escribe. No tiene notas a pie de página y se elabora, esencialmente, con los materiales que el autor tiene en la memoria y la pericia que le da el sentido común, el mismo que le ha llevado a pensar en la responsabilidad de todos los implicados como la solución potencial. La responsabilidad de los representantes, por supuesto, pero también la de los representados.

            Suele decirse que, por definición, el pueblo nunca se equivoca. No es cierto. Como cualquiera que nombra a un representante, el pueblo puede nombrar a uno incapaz o inmoral para que apruebe las leyes o lo gobierne. Puede hacerlo por muchas causas, porque prefiere negar la evidencia, porque su voto está cautivo o porque actúa guiado por los prejuicios de una ideología dogmática, por ejemplo. Sea como fuere, el que nombra al incapaz o al deshonesto es más responsable que el incapaz o el deshonesto, sobre todo cuando la incapacidad y la inmoralidad son conocidas previamente.

            Es indudable que los pueblos no tienen con frecuencia los políticos que se merecen y que los partidos no sirven habitualmente para facilitar la participación de quienes quieren servir a la comunidad, pero no lo es menos que los ciudadanos viven en una suerte de feliz obnubilación, y que son ellos los que, al igual que los telespectadores de la telebasura generan la telebasura, han generado el déficit democrático y la incertidumbre económica a fuerza de reducir su papel. Se lo han creído todo porque les interesaba y porque les era más cómodo. Se lo han creído todo y ahora la sociedad es un bosque de artificios del que resulta difícil salir, entre otras cosas porque para hacerlo se necesitan ciudadanos conscientes de sí, y no sólo personas esclavas de sus intereses espurios o sus prejuicios, se necesitan, en fin, ciudadanos con derecho al voto, y no sólo votantes.

 




martes, 25 de septiembre de 2012

Oporto



                Escribo esto desde Oporto, poco antes de ponerme en camino hacia Pozoblanco. Durante la última semana, Carmen y yo hemos podido disfrutar de esta ciudad y de esta zona de Portugal, un país al que nos une la climatología, la geografía y la Historia, pero al que no solemos tener demasiado en cuenta.

Oporto

                 A lo largo de estos días he podido sestear en la hamaca de una terraza de Gaia, frente a las bodegas Sandeman, mientras el placer de dejarse vencer por el sueño a que refería Borges me invadía con la visión espectacular de Oporto al otro lado del Duero, he podido comer dentro del mercado de Bolhão, cerca de la suciedad y de los puntales que retrasan su derrumbe, entre pescaderas que gritaban y un grupo de turistas que hacían cola para pillar una de las pequeñas mesas en las que servían medio kilo de percebes y medio litro de vino verde por catorce euros, he comprado un libro en la librería Lello e Irmao,  quizá la más bonita del mundo, junto a la torre de Los Clérigos, y me he tomado un café con hielo en la famosa cafetería Magestic.

Santuario del Bom Jesus. Al fondo, Braga

                  Oporto es una ciudad que produce emociones contradictorias. Junto a espectaculares edificios nuevos, como el del Palacio de la Música, en Boavista, muy cerca del magnífico bloque de apartamentos donde nos hemos alojado, hay una sensación generalizada de vísperas de la demolición total, pues una parte sustancial de su parque de viviendas de halla visiblemente abandonado y amenaza ruina, algo parecido a lo que había observando en la otra gran ciudad de este país, Lisboa. Según tengo entendido, las causas de esta degradación de la ciudad son debidas a la crisis, pero también a una irracional Ley de arrendamientos, que premia excesivamente a los arrendatarios, y a su declaración como patrimonio de la humanidad, lo que obliga a su conservación.


Playa de Aveiro

                En todo caso, no es extensible a las otras ciudades que he visitado en este viaje (Guimarães, Braga, Coimbra y Aveiro), en las que el pulso urbano no es muy distinto del de España. Todas ellas son recomendables, pero en mi frágil memoria quedaran para siempre las vistas desde el santuario del Bom Jesús, en los alrededores Braga, al que he vuelto después de 25 años, y la impresión enorme que me han producido las majestuosas playas de Aveiro bajo la amenaza de una borrasca.

Playa de Aveiro

                 El considerable presupuesto que se va en el pago de las autopistas, prácticamente todas de peaje (y con un sistema de pago muy complicado, además), no debe ser obstáculo para viajar a esta zona de la península Ibérica, extremadamente hermosa, en la que sus habitantes nos han hecho sentir como en casa.

sábado, 22 de septiembre de 2012

La teoría del bonsái II: las sociedades



También por Naturaleza, las agrupaciones humanas tienden a alcanzar el máximo de su potencial. Sin control alguno, las agrupaciones humanas son como bosques cuyos individuos crecen en función de la especie y de las condiciones medioambientales. Las agrupaciones humanas, ya trasformadas en sociedades libres, pueden tener grupos de individuos que crecen más, generalmente a costa de los otros, como en tiempos lo fueron los terratenientes y los burgueses, y pueden sufrir alteraciones anímicas que afecten a su crecimiento, como las motivadas por los extremismos religiosos.

Para que una sociedad libre no acabe convertida en una selva, es necesario limpiar el terreno de elementos nocivos, abonar el suelo pobre, podar lo que sobra, plantar cada elemento donde pueda dar más de sí, administrar correctamente la luz y el agua, impedir que los unos parasiten a los otros y hacer cuantas labores sean necesarias para que, dentro de la armonía necesaria, cada uno de los individuos dé el máximo que tiene dentro o de sí, pues cuanto más bien tengan unos más bien tendrán otros.

Al gobernante de la sociedad le corresponde manipular las condiciones medioambientales para que cada uno de los ciudadanos tenga la máxima envergadura posible, con la seguridad de que el máximo de sí de unos beneficiará a los otros. Si el gobernante (el jardinero), obsesionado con que todos sean iguales, corta los tallos que crecen de los árboles o arranca los brotes que nacen junto a los arroyos, tendrá, en efecto, una sociedad igual, pero una sociedad de suelos pobres, de escasa biodiversidad y de matojos.

jueves, 20 de septiembre de 2012

La teoría del bonsái I: El ser humano


                Todo lo creado surge con el fin de crecer y desarrollar sus potencialidades. Los árboles, por ejemplo, nacen con el fin de tener las máximas raíces, el máximo tronco y la máxima copa, de crear semillas y de formar bosques.

         El resultado del crecimiento y el desarrollo de todas las criaturas es la formación de ecosistemas complejos, de vida y de muerte, que el ser humano modifica a veces para hacerlos más confortables o más productivos.  El ser humano, por ejemplo, altera el crecimiento de las encinas mediante podas selectivas, para convertir un matojo en un árbol, y rotura el terreno para limpiarlo de lo que no le  importa, con el fin de trocar lo que sería un bosque mediterráneo por un bosque de dehesa. El ser humano traslada semillas o esquejes desde lugares lejanos y las siembra o los planta, los riega, los poda, los abona, los limpia, los desparasita y les hace otras labores con el fin de conseguir árboles más grandes y más hermosos de los que habría con el afán exclusivo de la Naturaleza.

          Pero el ser humano puede, también, sembrar esos mismos árboles en una maceta y regarlos, podarlos, abonarlos, limpiarlos, desparasitarlos y hacerles otras labores con el propósito de que no crezcan, alterando así el fin último de la Naturaleza.

         Los seres humanos somos criaturas de la Naturaleza y hemos nacido con el fin de desarrollar todas nuestras potencialidades, que son esencialmente espirituales.

          Cuando éramos chicos, nos ponían el ejemplo de la estaca que se asienta junto al árbol joven para guiarlo con rectitud. 

        Como parte de esa obra educacional, nos podaban, nos regaban, nos limpiaban y nos hacían otras labores para que formáramos parte de la civilización, que no es una selva en la que una planta pueda parasitar y estrangular a otra, sino un jardín, en el que hay otros elementos como nosotros con los que tenemos que convivir. La idea de la Educación era (debía ser, más bien) desarrollar todas las potencialidades que tenemos como seres humanos para actuar dentro de ese ecosistema complejo que es la humanidad.

       Ahora bien, a algunos jardineros se les iba (se les va) la mano o, directamente, buscaban podar más de la cuenta y, en lugar de crear árboles grandes y hermosos, creaban árboles tan pequeños que cabrían en una maceta.

      Para conseguir que un espíritu que tiende a lo máximo acabe en un bonsái, el jardinero (el “educador”) utilizaba y utiliza una herramienta básica que sirve para todo, el miedo, que tiene múltiples formas y caretas, tanto el miedo a la vida, como el miedo a la muerte.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Camino de Navalpozuelo



       El mundo –se decía antes– se divide entre los que se acuestan tarde y los que se levantan temprano. Los que se acuestan tarde son más dados a la nostalgia, al sedentarismo y a la lírica. Los que se levantan temprano, en cambio, prefieren tener muchos proyectos por delante, son personas de acción y, por eso, más proclives a la épica. Ahora resulta que, según ha explicado Satoshi Kanazawa, experto en psicología evolutiva de la Escuela de Ciencias Económicas de Londres, las personas con mayor coeficiente intelectual son más propensas a ser noctámbulos, mientras que aquellas con menor coeficiente intelectual tienden a restringir sus actividades en el día y prefieren irse a la cama temprano y ser madrugadores. (Este señor fue el mismo que dijo que la fidelidad puede venir dada en gran medida por la inteligencia, de manera que los hombres más inteligentes tienes menos aventuras y dan más importancia a las relaciones estables que aquellos que poseen un coeficiente intelectual bajo).

14,53 km

             Viene al caso esto porque el sábado nos acostamos bien tarde y, en razón de eso, determinamos quedar media después de la acostumbrada, a las ocho, hora que no obstante considero temprana para un domingo de estas fechas. A las ocho, coinciden en España los que se acuestan tarde (los que se acuestan temprano, diría yo) y los que se levantan temprano. Unos que todavía no se habían acostado eran los jóvenes pasajeros de un coche que viajaban por la circunvalación sentados sobre la parte baja de la ventanilla, con las piernas por dentro y el resto del cuerpo fuera del vehículo. Y lo eran otros jóvenes que vimos un poco más adelante, frente a una discoteca cuyas puertas estaban cerradas. En cambio, unos que se habían levantado temprano eran los componentes de un grupo de ciclistas que habían quedado frente a la churrería de remolque que está instalada frente a la puerta del recinto ferial, que ya estaba operativa. O el señor Kanazawa no lleva razón o el coeficiente intelectual está reñido con la inteligencia, al menos durante una época concreta de la vida –pensé entonces–.

            Nada dije a mis compañeros, para no aburrirlos con mis disquisiciones, que eran demasiado espesas para el comienzo de la jornada, y me mantuve en silencio por la carretera que lleva al Cerro de las Obejuelas (CP-203) hasta que, al pasar el antiguo ventorro de El Sales, nos desviamos a la izquierda por el camino de Navalpozuelo, al que los planos llaman de la Loma del Moreno, y dejamos el coche al comienzo del mismo, tras asegurarnos de que no estorbaba. 


            El camino está asfaltado los primeros kilómetros y es llano y muy cómodo. Desde el principio, el paisaje está ocupado por el bosque de dehesa, que tiene aquí una de sus mejores muestras, pues la tierra es buena y el encinar es denso y relativamente joven. Al ir encajonado entre árboles, el caminante no divisa montañas ni tiene sentido alguno del horizonte, por lo que debe andar con cuidado para no perderse, máxime teniendo en cuenta que hay múltiples caminos y que casi todos parecen iguales.

            Alguno de estos caminos debieron tomar los ciclistas que se habían citado junto a la churrería de remolque (supongo que serían los mismos), porque cuando llevábamos sobre una hora andando los vimos venir de frente, formando un grupito que hacía ostentación de su alegría.


            Un poco más adelante, pasado el sitio de Navalobos, nos desviamos hacia el Norte, ya por un camino de tierra, y buscamos el arroyo Guadalcázar, que más adelante (cuando se une con el del Judío) se llama Gato y bordea por el Este el cerro de las Obejuelas antes de desembocar en el Cuzna en la llamada “Junta de los Ríos”. Del Guadalcázar (en el que están construyendo un vado) sale un camino hacia el Norte que va a la ermita de la Virgen de Luna. Nosotros tomamos allí mismo otro que va hacia el Sur, que ahora están pavimentando con el plan Encamina2, el cual, según mis cortas luces, aplica en estas vías técnicas similares a las de las calles (y, consecuentemente, presupuestos), lo que puede ser útil en territorios densamente urbanizados o con explotaciones intensivas, pero tal vez no lo sea tanto en estos, que tienen explotaciones extensivas y necesitan de múltiples actuaciones puntuales más que de labores perfectas sobre un tramo concreto. 

             El camino en cuestión, que tiene poco más de kilómetro y medio, nos devolvió al de Navalpozuelo. La vuelta la hicimos admirando las bien cuidadas cercas de piedra y comentando, entre otras cosas, lo mal que viene la bellota este año.


sábado, 15 de septiembre de 2012

El desprecio



 

                Si estuviéramos lejos unos de otros, no dolería tanto. Si tuviéramos vecinos distintos, proyectos distintos y fines distintos a los que llegar por caminos separados. Si tuviéramos culturas distintas o religiones distintas. Si pretendiéramos una moneda distinta o un sistema político distinto. Si no hubiera una Historia común, una Historia en la que hemos estado unidos mucho más tiempo que separados. Si no hubiera mestizaje, y unos no hubieran emigrado a la tierra de los otros. Si no hubiera multitud de parejas mixtas, o multitud de amigos en una y en otra parte. Si no hubiera multitud de empresas que están aquí pero venden allí y viceversa, empresas que son de los dos lados y que no pueden vivir sin los unos y sin los otros.

Lo que duele es que esgriman los mismos argumentos que si nosotros fuéramos la metrópoli y ellos la colonia y que hablen de opresión, como si nosotros fuéramos opresores.

         Lo que duele es que, probablemente, si fuéramos más ricos, nos tratarían de otra forma.

Lo que duele es que partimos del mismo sitio y vamos al mismo sitio por el mismo camino y al mismo tiempo y, sin embargo, no quieren venir con nosotros, sino un poco separados, formando un grupito aparte.

Lo que duele es que quieren ponerse en la otra punta de la barra cuando lleguemos al mismo bar y tener un fondo común propio para pagarse las cervezas, porque quizá así caigan a una más o puedan costearse un pincho de tortilla que nosotros no podremos costearnos.

Lo que duele es que no se conformen con hablar en su idioma cuando se junten entre ellos, sino que no quieran pararse con nosotros en el mismo descansadero porque eso les obligaría a hablar en nuestro idioma, que sin embargo entienden, y también es suyo.

Lo que duele de algunos de ellos es que quieran venir con nosotros y ponerse en nuestro lado de la barra pero caer a una cerveza más, porque en el fondo común pusieron una moneda más que nosotros.

Ellos dirán que no nos desprecian, nos hablarán del conflicto y del encaje en el Estado y utilizarán todos esos eufemismos que sirven para no llamar a las cosas por su nombre, pero lo cierto es que cuando nos tratan así nos desprecian. Y eso es lo que nos duele.

Lo que duele en el asunto de la independencia de Cataluña no es que vayamos a quedarnos huérfanos sin ellos, sino el desprecio que muestran algunos catalanes hacia los que no lo somos.