martes, 6 de febrero de 2018

El paisaje de la sierra de Los Pedroches*

            Desde los puntos más altos de la cuerda de montañas que lo cruzan de Este a Oeste, se puede contemplar la verdadera faz de ese territorio que en Los Pedroches llamamos, simplemente, la Sierra. Aparte de por esas montañas, cuya altura nunca sobrepasa los mil metros, la Sierra está integrada por un gran conjunto de montes pequeños y romos, agigantados por la profundidad de la red de drenaje que forman los arroyos y los ríos, los más importantes de los cuales nacen, paradójicamente, en el llano en el que se instalan, al Norte, el manto verde oscuro de la dehesa y los núcleos urbanos.

            De hecho, desde el llano, el límite visual por el Sur de lo que se ha dado en llamar el valle de Los Pedroches no son las primeras elevaciones de la Sierra, sino la mencionada cuerda de montañas. Es necesario situarse en el abrupto borde del llano para percatarse de que la mayoría de los montes tienen sus cumbres a la altura de la vista y las diferencias de cota que uno aprecia cuando está dentro del entramado montañoso son más consecuencia de la profundidad del cauce de los arroyos que de la altura de las cimas.


La Sierra es una parte más de Sierra Morena y conserva las características básicas de esta, pues tiene su misma orografía y su mismo clima, lo que conlleva que en las zonas no transformadas por la mano del hombre haya conservado el bosque mediterráneo, que se aprecia a rodales sobre los puntos más altos, entre los escasos riscos que adornan algunas cumbres, o en los lugares donde la pendiente es tan feroz que hacía imposible la roturación de las tierras. En esos puntos el verde apagado del monte bajo es permanente durante todo el año, pero en la primavera se entrevera con amarillos y violentas y se motea del blanco que le dan las flores de los distintos tipos de jaras. 

La primavera es una buena época para visitar la Sierra si se quieren apreciar los distintos colores con que la naturaleza engalana los lugares que aún permanecen vírgenes. Para conseguir un placer similar, otra buena estación es el otoño, en este caso para contemplar los distintos colores de los árboles de hoja caduca, que se ubican en algunas zonas de umbría y junto a casi todos los cursos de los arroyos, formando una extensa red de bosques de galería al amparo de las aguas limpias, que corren protegidas por las zarzas sin mayor alboroto, aunque en ocasiones formen pequeños saltos, como hacen las aguas del arroyo de la Gargantilla poco antes de unirse al Guadalbarbo, o vayan de pozata en pozata, como hacen las del Cuzna al cruzar la cuerda de montañas por el sitio de Peña Horno y como hacen las del mismo río más abajo, ya con las del Gato unidas a él, en el lugar conocido como el Salto del Pan.


La mejor estación para visitar la Sierra es el invierno. El invierno es frío, pero no tanto como para que el sol del mediodía no eleve la temperatura hasta límites agradables, y puede coincidir con algún día de lluvia, que casi nunca dejará los caminos empantanados. En el invierno corren siempre los arroyos, se hace más llevadero caminar subiendo y bajando cerros y, sobre todo, se puede sentir el alma de la Sierra. Porque en los últimos días del otoño y en invierno es la recogida de la aceituna y el paisaje se puebla de las emociones que le dan los trabajadores, en las que reparará cualquier viajero circunstancial, por indolente que sea.

Pocas cosas conmueven tanto al ser humano como la contemplación de la belleza. Allá donde existe la armonía de colores y de formas, se placen los sentidos y, con ellos, también se place el alma. La armonía puede estar en los territorios salvajes e intactos y puede estarlo en aquellos donde la mano del hombre no ha eliminado a la naturaleza, sino que se ha integrado en ella y ha formado con lo que había un todo único, como se integraría un instrumento más en una orquesta filarmónica, que es justamente lo que ha ocurrido allí.


Y es que si un pintor divino realizara un cuadro ideal de la Sierra, la dejaría más o menos como está en la realidad, con sus infinitas líneas de olivos rayando el territorio ondulado, con sus pequeños edificios blancos y rojos salpicando las laderas, con sus distintos tonos de verdes torciéndose en los barrancos y con las manchas umbrosas de la vegetación salvaje cubriendo los lugares de más difícil acceso, de las cuales sobresaldrían las marcas grises de un roquedal. La realidad ideal provoca en el observador sensible una suerte de desvarío, que se agranda cuando las nubes se quedan durante horas en las zonas más bajas y dejan a la vista un territorio poblado exclusivamente de cumbres romas, de alguna de las cuales tal vez emerja la columna de humo provocada por un candelorio en el que se quema el ramón.

La columna de humo que se ve desde lejos es una señal común de la presencia humana, otra más de las muchas que se integran en el paisaje, como la línea blanca que forman las casas de Obejo, que se avista desde montones de sitios hacia el Sur, como las superficies labradas, como las pistas de tierra y las veredas de herradura, como las molinas hundidas y como las chimeneas de ladrillo de las viejas fábricas de aceite, ya en desuso. La presencia humana está por todas partes, aunque no se vea. Porque el paisaje de la sierra es lo que se ve y es, sobre todo, lo que no se ve, pero se evoca. Y lo que evoca es lo mejor que hay en esa parte de la Naturaleza que es la naturaleza humana. Me refiero al trabajo que se realiza con la ilusión de que el resultado lo disfruten tus hijos, como el que se hizo cuando se descuajaron los montes, se roturaron las tierras y se plantaron los olivos, al que se ejecuta bajo el yugo de la injusticia y al que se realiza de sol a sol, doblando el espinazo y con las manos agarrotadas por el frío. Me refiero a la alegría de la juventud, burlona y picante de día y festiva y desbordada de noche. A que aún se oyen las risas de las aceituneras, los mensajes de los talaores y las órdenes de los manijeros. Y a que vienen desde la lejanía los ecos de las serenatas o los aires de una jota que se baila a la puerta de un cortijo, con un murmullo de sartenes y botellas de anís como acompañamiento.


En el paisaje de la Sierra, como en el de todos los lugares en los que se ha desarrollado una historia emocionante, conviven lo que se ve y lo que se intuye, el presente y la memoria, los personajes reales y los fantasmas. Es esa conjunción de elementos la que se aprecia cuando se otea el horizonte desde la cumbre de un cerro: el barro que se forma cuando se unen el sudor con la tierra, el color que tienen las aguas cuando se mezclan con la sangre y el sabor de unos labios en los que se ha detenido una lágrima. En la Sierra conviven la prosa y la poesía, la alegría y el dolor de una historia que ya es leyenda y que está por escribir.

En el paisaje está lo que se ve, lo que se intuye y, también, las personas de carne de hueso, que ahora la trabajan de una manera más digna y más humana, aunque no exenta de esfuerzo. Hablar con ellas es siempre una experiencia reveladora. La Sierra es trabajosa por muchas razones. Lo es por las pendientes, que dificultan los pasos y las labores del olivar hasta extremos que en algunos parajes son difícilmente creíbles. Lo es porque las tierras de cultivo tienen una tendencia natural a dejarse invadir por el monte bajo y los olivareros deben mantener una guerra permanente contra él para conservar limpias sus haciendas. Y los es porque los olivos, esos árboles que aguantan los fríos y los calores más extremos, necesitan de muchas labores para dar el fruto, que en la Sierra siempre es escaso, dada la dureza del clima y la aridez del terreno.


Conversar con los serreños es una experiencia reveladora porque ellos hablan de todas esas fatigas y de muchas más y, sin embargo, por las palabras que utilizan y por el tono empleado enseguida se ve que no se expresan con rencor, sino todo lo contrario, como el padre que habla del hijo al que la naturaleza ha dotado de menos medios para defenderse por sí mismo y precisa de más cariño y más esfuerzo que los otros.

La Sierra da lo que puede, que no es mucho en términos materiales, pero sí lo es emocionalmente hablando. Esa es la razón por la que los serreños están tan enganchados a aquellos parajes. Contemplar el panorama desde un altozano, andar por los mil y un vericuetos que suben y bajan por los cerros y detenerse a observar las flores o el vuelo de los pájaros es una gozada que puede experimentar cualquiera. Pero el verdadero gozo es apreciar el amor que sienten los serreños por la Sierra. Naturalmente, no se puede conseguir por completo, por mucha empatía que se tenga con ellos, pero se puede intentar poniéndose en su situación, lo que tal vez sea bastante para quedar unido a ese territorio para siempre.


* Insertado como colaboración en el libro Cultura del Olivar de Sierra en Los Pedroches, de Antonio Carrasco y Juan de la Cruz Cabrera.