miércoles, 13 de septiembre de 2017

El cementerio de los ingleses

           La noche del 10 de noviembre de 1890, el acorazado inglés Serpent se acercó demasiado a la orilla y chocó contras las rocas cercanas a Punta do Boi, en la “Costa da Morte”. De los 175 tripulantes, murieron 172. Los cuerpos que fueron rescatados se enterraron junto al mar, entre el cabo Trece y la playa del mismo nombre, en un cementerio aislado construido ex profeso para ellos que hoy es conocido como “El de los ingleses”.
                 El cementerio es un rectángulo cercado por un muro de piedra, con dos portillos por acceso, que tiene en su interior un pequeño recinto cerrado en el que están enterrados el capitán y los demás oficiales del barco. Para llegar hasta él hay que tomar una pista de tierra que puede hacerse en coche sin problemas pero es mejor hacer a pie, como parte de alguno de los recorridos de la red de senderos que peina esta comarca, extrema en lo geográfico y extrema, sobre todo, en su belleza.
                No en vano, todo el lugar donde se asienta el cementerio parece el decorado de una película romántica. Hacia el Este, el mar se remansa en una playa totalmente virgen, pero en el resto de la costa está agitado, y palpita, y forma espuma, y salta sobre las rocas, que las más de las veces forman islotes crespos y acantilados pero otras se dulcifican sobre la orilla, de manera que el viajero puede andar sobre su piel áspera y acercarse a la línea de agua. No hay árboles cerca, porque no lo permite la dura climatología, y la vegetación es un manto espeso de arbustos coloridos y pinchosos que impiden alejarse del camino, de las rocas o de la playa. Tampoco hay cerca otras edificaciones, y a lo lejos, hacia el Oeste, se divisa el imponente faro Vilán, al que unos días antes habíamos encontrado envuelto en la niebla.
                Nada hay en las inmediaciones salvo la tierra, el aire y el mar, y en tales soledades, rodeado por la fuerza y la belleza de la Naturaleza más salvaje y teniendo presente las historias de los muchos naufragios que por estos lares ha habido, uno se siente abrumado y, sin embargo, libre.

                Libre de los afanes de otros que nos muestran los telediarios y de sus propios afanes. Libre, en fin, de la estupidez del mundo y de su propia estupidez.

              Sentado frente al mar, no pienso en nada. El tiempo pasa por mí sin envejecerme. Soy como uno de esos marineros muertos que miran al horizonte gris desde el borde de un acantilado.